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Ruta Reina de Saba

Una leyenda para soñar

Hace casi tres mil años el mundo contó entre los vivos con una mujer legendaria. Sobre ella se han urdido infinidad de fábulas, historias que han llegado hasta nosotros infiltradas de fantasías acerca de su belleza seductora y de su origen misterioso. Las diversas tradiciones, de común acuerdo, hablan de la reina de un vasto imperio que se extendía por el sur de Arabia y por la orilla africana del mar Rojo, sobre las tierras que hoy conforman Eritrea, Yibuti, Somalia y Etiopía. Aseguran que aquella mujer extraordinaria habitaba en un palacio deslumbrante, con profusión de oro y sirvientes. En sus alrededores crecían plantas cargadas de frutos exuberantes y flores de aromas delicados; y era tal su abundancia que muchos son los convencidos de que allí habría estado el mismísimo jardín del Edén, el hogar feliz de Adán y Eva, los bíblicos padres del género humano.

Pero ¿quién es, en definitiva -o quien fue, mejor dicho-, este personaje etéreo, esta soberana de un pasado remoto cuyo embrujo sobrevive al tiempo y que enamora la memoria colectiva de las gentes? ¿Cómo se llamaba? ¿De dónde procedía? ¿Cuál era el color de su piel? ¿Qué sabemos, realmente, sobre su vida, sus luchas y ambiciones?

Cuando, despojándonos del ropaje de las leyendas, nos lanzamos a bucear en el mar de la verdad desnuda, comprobamos que las aguas permanecen turbias y que amplias zonas de oscuridad abisal se ciernen en torno a su femenina andadura por este mundo. La historia oficial, todavía hoy, continúa envolviéndola en velos de silencio y nos hurta sin pudor alguno su secreto tres veces milenario, impregnado con largueza de esencias bíblicas y perfumes de las mil y una noches.

Tal vez, sin embargo, esto no tenga mayor importancia. Tal vez lo que de verdad cuente sea precisamente lo contrario: mantener viva la incertidumbre, no poner trabas a la imaginación, para que podamos seguir alimentando con ella nuestros sueños. Algún día -nadie sabe si próximo o lejano- los historiadores, los arqueólogos, los filólogos o todos ellos reunidos sacarán a la luz los datos reveladores; conoceremos, por fin, los protagonistas, sus acciones y sus pasiones; sabremos cómo ocurrió todo, dónde y porqué ocurrió; y, cuando eso suceda, la rígida y aséptica realidad sustituirá nuestras quimeras, las leyendas se vaciarán de sentido y su encanto se habrá ido para siempre de nuestras manos.

Mientras tanto, volvamos a nuestra personal historia. O a nuestro sueño, que viene a significar lo mismo; ese sueño arrullado por brisas añejas, a ratos apacibles, a veces inquietantes, con presencia de mujer y ausencias del saber. Su nombre nebuloso, su incierto rostro, el reflejo ignorado de su piel, ¿no son, acaso, el prístino manantial de nuestras fantasías? Lo innominado, todo aquello que desconocemos, se alza frente a nosotros con su perenne desafío. Hasta el instante en que nos decidimos a bautizarlo, le inventamos un nombre y, al hacerlo, empezamos a conjurar su poder. En ese momento crucial, el misterio adquiere familiaridad y, a partir de entonces, de alguna manera, su esencia nos pertenece.

Eso es precisamente lo que se preguntaba, con erudito apasionamiento, un André Malraux viajero, en aquella ocasión, por tierras del Yemen: "¿En qué se sustenta su leyenda? ¿A quién le pertenece?". Podríamos responder, sin abandonar nuestro onírico contexto, que a todos en general y a cada uno en particular; el ensueño y la ilusión, siempre al margen de especulaciones científicas, se reparten por igual y nadie tiene su exclusiva.

Nosotros, seducidos -como Malraux- por la alegoría yemenita del personaje que nos ocupa, hemos acudido también a la vieja Sana'a, ansiosos por reconocer sus huellas. Hemos vagabundeado entre la multitud ruidosa y hormigueante de la ciudad, por sus mercados al aire libre y por el laberinto de sus callejas abismadas, tan ávidas de luz como nosotros de escuchar de labios populares los relatos sobre sus extintas glorias. Luego, siempre con nuestra insatisfecha curiosidad a remolque, hemos viajado hacia oriente, a través de las ásperas regiones del Hadramaut, donde los pastores montañeses han compartido generosamente con nosotros su miel, su leche de camella y el calor de sus hogueras al ponerse el sol. Hemos acampado en el desierto, junto a las ruinas solitarias de la que dicen que fue capital de sus dominios; allí, semienterradas en la arena, las milenarias piedras ven pasar los días, indiferentes, y aguardan las noches para colmarlas de presagios y maquillar con briosos resplandores de luna su decrépito semblante.

Nos hemos topado, sí, de bruces con el mito y hemos desterrado nuestra duda. No sólo en el Yemen, sino en toda Arabia, tierra de fabuladores innatos, las gentes han hecho suya la figura imprecisa y esquiva de aquella mujer singular y su nombre -el nombre que allí le adjudican- corre de boca en boca como si se tratara de un personaje vivo, como si el tiempo no hubiese interpuesto su distancia insalvable. Ella es Bilqis, soberana de Marib -la prodigiosa ciudad-oasis de los antiguos- y su tez era blanca, de tersura inigualable y exenta de máculas, a despecho del ardiente sol del desierto, ese mismo desierto que nunca renunció a su amenaza y que, andando los siglos, acabaría por recuperar lo que una vez fue suyo, tal como delatan hoy esas pilastras carcomidas por la intemperie, restos desamparados de la otrora floreciente y orgullosa Marib.

Pero los cuentos árabes sobre la reina Bilqis no agotan su misterio ni, consecuentemente, nuestros sueños. Al otro lado del mar Rojo, en Etiopía, sobreviven remotas tradiciones que la reclaman con fuerza como sujeto propio. Y hemos querido, del mismo modo, ser testigos de esa realidad. En Lalibela, villa santa de los cristianos ortodoxos, los narradores de leyendas invaden las calles al morir la tarde. Su presencia, consuetudinaria, es aplaudida por un público capaz de permanecer durante horas escuchando, encandilado, su algarabía demoledora, ininteligible para nosotros. Para todo africano verdadero, los mitos de sus ancestros constituyen su auténtica historia, su sabiduría genuina y aun su vida entera.

¿Hablan los modernos juglares de Lalibela de nuestra protagonista? ¿Relatan con regularidad sus amores voluptuosos o los hechos extraordinarios que jalonaron su existencia? No nos cabe duda de que sí, aunque no hayamos sabido interpretarlos. Tampoco esto último nos ha causado excesivo quebranto. Porque, en ausencia de poemas recitados, su imagen y su nombre se proyectan por todos los rincones del país. Aquí y allá, empresas, hoteles, locales de bebidas -y también las mujeres- tienen a gala y grandísima arrogancia llamarse como ella. En las célebres iglesias excavadas de Lalibela, enormes pinturas murales narran, en apretadas viñetas, trozos escogidos de leyendas vernáculas sobre su persona. En las altiplanicies de Gondar, cuna de imperios de corte medieval, hemos asistido al "Timkat", la fiesta mayor, multitudinaria e íntima a la vez, de los cristianos etíopes: devoción, fuerza, colorido y tintineo de sistros y campanillas para rescatar del olvido tiempos periclitados, epopeyas que la incluyen y sombras que la aluden. Ella es Makeda, soberana de Axum -quizá la civilización más avanzada de su tiempo- y sus facciones, negras como el ébano, estaban delineadas con la sublime perfección de lo divino, para asombro y disfrute de todos los mortales.

Tradición árabe, tradición etíope. Bilqis, la reina blanca de Marib, Makeda, la reina negra de Axum. Un único misterio, dos maneras de nombrarlo, de comenzar a apoderarnos de su entraña. Tiempo tendremos de volver a gozar de su compañía, de poner los medios que están a nuestro alcance para delimitar su ficción o su verdad. Pero será en otra ocasión; ahora es todavía el momento de los sueños.

¿Y Occidente? ¿Cuál es nuestra propuesta? ¿Acaso tenemos alguna? Ciertamente que sí. Aunque los lugares sean ajenos a nuestra circunstancia, no hemos permanecido al margen de su leyenda, por lo menos desde un punto de vista histórico. A fin de cuentas, nos desenvolvemos dentro del ámbito cristiano y no hay que olvidar que la Biblia es el primer documento escrito que da fe de su existencia.

Pero una cosa es la realidad y otra la imaginación. El árabe juega con sus mitos al apólogo, a la fábula oriental. El africano -lo hemos dicho ya- hace de ellos su vida y con ellos su historia. Nosotros, herederos del patrimonio cultural griego, imbuidos de lógica y de racionalismo, ni siquiera hemos sentido necesidad de asignarle nombre propio; la conocemos, sencillamente, en referencia a su función real.

A la hora del ensueño, sin embargo, no establecemos diferencias y suscribimos el pensamiento completo de Malraux: "¿En qué se apoya su leyenda? ¿A quién le pertenece? Pocas son las mujeres que tienen cabida en la Biblia; y ella viene de lo desconocido, con sus enigmas y su risa que han atravesado las edades".

Ella es… Sí, lector, acertaste desde el principio. Ella es la reina de Saba.

Lo que sigue es el relato de la exploración que realizamos por Yemen, Yibuti y Etiopía, inspirada precisamente en su paso remoto y legendario por aquella parte del mundo.

Hasta aquí la hemos soñado, hemos dejado volar nuestra fantasía y recortado su imagen con patrones hechos a nuestro antojo y medida.

¿Cómo fue nuestro encuentro efectivo con la reina de Saba o, en su defecto, nuestra primera experiencia con su universo verídico?

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