Nuestro cambio de planes nos entusiasma y el temor inicial a este incierto país se ha tornado en excitación por conocerlo más a fondo y eso ha sido determinante para anular nuestro regreso hacia Namibia y seguir rumbo norte para adentrarnos más en Angola.
Partiendo de Namibe por la tarde era imposible alcanzar Lubango ese mismo día pero tampoco queríamos hacer esa ruta de un tirón. El paso de Leba nos fascinó y habíamos decidido hacer una acampada libre en la cima de la colina que dominaba el paso de Leba. Cuando lo vimos a la ida, decidimos acampar allí a nuestro regreso y desde luego que fue una decisión acertada. Había una espectacular luna llena y está iluminó todo el paso espléndidamente. Fue una noche memorable.
La carretera que hemos recorrido de Lubango a Namibe era impecable pero lo que nos esperaba 90 kilómetros después de Lubango fue de nuevo otra pesadilla. Las obras de asfaltado se interrumpían en este punto y el trayecto de 270 kilómetros entre Cacula y Benguela fue devastador y nos dejaron extenuados al final de cada etapa.
Efectivamente, la pista alternaba tramos de boquetes y chapa ondulada, nuestro eternos enemigos de viaje. El paisaje se volvió más tupido de vegetación, tipo selva del Petén en Guatemala. Pero los verdaderos protagonistas eran los baobas que dotaban de una belleza indómita nuestro entorno. Sólo rompía la atmósfera el tránsito de los pesados y ruidosos camiones... que destrozaban todavía más la ya decrépita pista. Las poblaciones que se alternaban eran pequeños poblados de cabañitas crónicas con algún pueblo con construcciones improvisadas y de antiguos edificios bastantes deteriorados de estilo portugués. Aparecieron algunos tramos de pista recién asfaltada pero fueron tramos cortos, luego la pista deteriorada se impuso de nuevo. Tardamos más de 5 horas para hacer 190 kilómetros . Obviamente la idea inicial de alcanzar una población se tornó misión imposible y acabamos acampando en un campamento de desactivadores de minas.
Efectivamente, a la mañana siguiente, cuando nos levantamos, el capataz reunió a la cuadrilla y les dio el plan del día y tras eso... ¡a buscar y desactivar minas! Realmente el entusiasmo de los chicos, porque todos eran chavales de menos de 20 años, era admirable. Porque hay que echarle valor para dedicarse a ello. Uno de ellos nos contó que algunos compañeros estaban tullidos de porvida al hacer explosión alguna mina y dejarles sin algún brazo o pierna. Espeluznante. “Pero alguien tiene que hacerlo ¿no?, y hay que comer.” -nos decía con una gran sonrisa el chaval. Carteles con la advertencia de “peligro minas” recordaban el peligro real de las mismas y a un lado y otro de la carretera un montón de estacas de color azul (que significa que el área ha sido limpiada de minas) y otras de color rojo (que todavía hay o está sin examinar) amenizaban el siniestro recorrido.
Estamos al inicio de la época de lluvias, que discurre entre octubre y abril, pero el sol que nos ha acompañado hasta ahora se ha tornado en una intensa tormenta que afortunadamente nos ha pillado en el único tramo recién asfaltado de camino a Benguela.
Antes de entrar en Benguela cogimos la desviación para Bahía Farta y recorrimos algunos pueblecitos de pescadores de casas sencillas. Bahia Farta era un pueblo mayor y en su playa, que hacía las veces de lonja, bullía de actividad pues no cesaban de llegar barcas cargadas de pescado. Pescadores descargando la mercancía, otros limpiando la captura del día, las mujeres vendiendo, los clientes paseando, eligiendo y comprando y también moscas, muchas moscas revoloteando por todos sitios. La gente tranquila y encantadora, nos sonreían y nos decían de acercarnos par ver todo de más cerca. Luego seguimos por la costa y comprobamos como se iban construyendo restaurantes y hoteles turísticos, lo cual indica la esperanza y optimismo de la población y de los inversores para un futuro inmediato. Por ahora están enfocados para el turismo local pero en unos años seguramente los occidentales decidan invertir en “turismo” y se comience a conocer este hermoso y acogedor país.
La entrada en Benguela estuvo precedida por la aparición de la confusa y abigarrada de la población satélite de Catumbela, un pueblo desparramado por las laderas de unas colinas y coronado por su enorme iglesia.
Benguela en una atractiva ciudad asentada a lo largo de una inmensa playa. Por doquier aparecen muchos edificios coloniales que bien servían como residencia de los representantes del Partido y autoridades locales o provinciales o bien como residencias privadas. Por el paseo de la playa, al ser sábado la gente se paseaba o se reunían amigos a escuchar música en los coches mientras se bebían cervezas, vino o refrescos al tiempo que compraban fruta o huevos duros a las vendedoras ambulantes. Lo que nos llamó la atención todo a lo largo del país, es el cuidado que ponen todos en su apariencia. El aseo personal, el afeitado diario y la ropa limpia y planchada era la tónica general. Desde las vendedoras ambulantes a los transeúntes. Era raro ver, por modesto que se fuese, alguien con harapos o desaliñado. Y el “muito obrigado” (muchas gracias) lo decían hasta los niños.
A tan sólo 30 kilómetros se encuentra Lobito, un gigantesco y estratégico puerto. La entrada es caótica pero cuando llegamos a la alargada lengua de tierra que se adentra en el mar, la cosa cambia radicalmente. Este espigón está lleno de casitas y villas coloniales. Algunas muy bien mantenidas, otras recién restauradas y otras completamente abandonadas. Pero este trocito de ciudad rezumaba un encanto especial.
Además, las playas del espigón estaba especialmente animadas por ser domingo y todo el mundo estaba disfrutando de un día de playa. Música, comida, gente pescando y ganas de disfrutar se extendían entre las arenas de la playa. Nos emocionó especialmente ver a la gente tan feliz, al menos aparentemente, cuando hace 6 años se estaban matando a tiros entre ellos. Ojalá aquí sí que funcione el lema de “nunca más”.
Cuando abandonamos Lobito serían más de la cinco de la tarde y el asfalto desapareció en el cruce de la carretera hacia Luanda. Seguimos avanzando hasta el pueblo de Bocoio y nos llevamos una sorpresa pues resultó ser una localidad mucho más grande de lo que dejaba a entender nuestro mapa. Dimos una vuelta y descubrimos la construcción de un complejo hospitalario con la ayuda de España. Por una de las calles vimos una casa con un enorme patio y mucha gente pululando alrededor. Con la noche casi encima y no queriendo conducir de noche no nos quedaba más remedio que pernoctar en ese lugar. Descartados los dos hoteles del pueblo, no siendo recomendable la acampada libre en un lugar tan habitado, tan solo teníamos dos opciones: dentro del cuartel de su siempre hospitalaria policía –como ya hicimos en anteriores ocasiones- o bien que alguien nos dejase acampar en su terreno.
La policía bullía de actividad con una frenética, e incesante, entrada y salda de vehículos; iba a ser imposible dormir en esas condiciones. Decidimos preguntar en una casa con un inmenso recinto posterior, si sería posible dejarnos aparcar en el patio trasero para pasar la noche y por la mañana seguir camino. El dueño nos invitó a entrar a la casa y en el salón nos preguntó que hacían unos extranjeros por estos lares. Tras escucharnos finalmente, Antonio, que así se llamaba, resultó ser una de las máximas autoridades de la población en el pueblo (aunque nunca quiso definir exactamente su “cargo”) y tras una breve charla nos invitó a cenar y dormir en su casa, fue nuestra primera noche en cama en Angola, bueno, más exactamente desde que salimos del Grootberg en Namibia hace más de 15 días. Estuvimos charlando sobre Angola y entre muchas cosas nos contó que este pueblo fue atacado varias veces durante la guerra e incluso una vez, en el salón donde ahora estábamos hablando, cayó una bomba pero se libró por los pelos al estar fuera y tratarse de un ataque diurno. La casa tuvo que ser reconstruida hace poco y está tan impecable que parece que la estrenamos nosotros.
A la mañana siguiente, tras el desayuno y despedirnos de nuestro hospitalario anfitrión reanudamos la marcha. El día comenzó espléndidamente soleado. El paisaje se desplegaba colinas de grandes moles de granito redondeadas, cubiertas de vegetación frondosa con bananos, piñas y algunos baobabs pero principalmente mopanes, árboles autóctonos africanos que pueden alcanzar hasta los 18 metros y están a prueba hasta de termitas, tan feraces en esta zona del mundo. El asfalto volvió a desaparecer tras Bocoio y las pistas mostraban su piel totalmente rojiza,. Lo que nos contó Antonio no eran exageraciones, fue una zona de intensos y terribles combates porque al poco de salir comenzamos a encontrar más restos de la desgarradora guerra: carcasas de carros de combate, tanquetas retorcidas sobre sí mismas, camiones despedazados y vehículos calcinados, nuevamente los fantasmas de una guerra que afortunadamente acabó.
Por el camino las mujeres con los bultos en la cabeza y muchas de ellas, con los niños atados a la espalda, nos recordó la imagen típica de sus caminos. Seguimos avanzando y cuando nos quedaba poco para alcanzar el asfalto nos pilló la tercera gran tormenta angoleña. De nuevo parece que se inicia el Diluvio Universal. En un instante la pista se tornó en barrizal y en breve parecería que avanzábamos por el cauce de un río. Tras una hora de locura acuática, las nubes desaparecieron, el agua se iba diluyendo por la cuneta y un espectacular arco iris emergió sobre los baobabs.
En Hama viramos hacia el sur y al poco se notó de nuevo la presencia china con un recién estrenado asfalto durante los últimos 67 kilómetros hasta alcanzar Huambo, una ciudad grande y horrorosa. Era espeluznante ver que todavía quedaban muchos edificios con el impacto de ráfagas de metralla en sus muros o boquetes producidos por obuses en sus muros. Tras repostar combustible, seguimos nuestro camino pero el espejismo del asfalto duró poco, desapareció en Caala y comenzamos de nuevo un vía crucis.
Esta ruta es una vía principal del país y entre granjas, pueblos y el tráfico hay población por todos sitios. Buscamos de nuevo una estación de policía, a veces son muy difíciles de encontrar porque son chamizos infectos, que contrastan sobremanera con su impecable aseo y perfecta uniformidad. Casi siempre, cuando solicitamos que nos dejen aparcar en su recinto para pasar la noche en la tienda-techo, nos reciben con los brazos abiertos y simpatía. Su hospitalidad es siempre muy grande pero en ningún momento empalagosa, charlamos mucho con ellos pero llegado el momento justo se retiran a sus ocupaciones y nos dejan hacer nuestros quehaceres: poner al día el diario de viaje, organizar y numerar las fotos, preparar la cena, fregar los cacharros de cocina e irnos a la cama. Cada encuentro era una sorpresa, en esta ocasión uno de los agentes nos explicaba que cuando era niño, con unos 11 años aproximadamente (en 1984), estuvo viviendo en Cuba donde su padre fue instruido como policía. Ahora el seguía sus pasos. Hasta se acordaba de canciones cubanas y en un momento de inspiración nos cantó algunas estrofas, fue la época dorada de su vida.
Amaneció un día radiante de intenso cielo azul pero la pista hacia el sur seguía estando llena de boquetes y la primera parte con muchos charcos repleto de barro rojo que salpicaba todo. Íbamos muy despacio por si nos metíamos en un barrizal, poder salir en marcha atrás. Nuevamente nos encontramos con una partida de desactivadotes de minas. Estaban con el equipo completo y cuando nos paramos se acercaron para pedirnos “gasoza” pero sólo teníamos agua y eso es lo que bebieron. La pista alternaba tramos de boquetes con chapa ondulada y firme más o menos aceptable.
Pero por fin alcanzamos el asfalto en Cacuma. Allí estaba el cruce a Matala, con toda la vidilla que conlleva una encrucijada importante: combis cargando y descargando gente, camiones, vendedores de fruta, carne, verdura, puestos de lo mismo con vendedoras muy risueñas. Era un mercado pero había ambiente de feria.
Llegaríamos a Cahama sobre las seis y media, ya se había puesto el sol. Nos acordamos que Juan, el ingeniero uruguayo que conocimos en Xangongo cuando entramos en Angola, nos dijo que había una misión de padres mexicanos en Cahama. Preguntamos por ella en la gasolinera y no estaba muy lejos. Cuando nos salimos de la calle principal las calles eran de pura arena, como un desierto y a ¡1200 metros de altitud! Nos dijeron que estaba detrás del hospital, seguimos subiendo y no lo encontrábamos. Como era de noche y no había luz en las calles... ni en las casas, a menos que tuvieran un generador. Ni rastro de la misión, tan solo nos topamos con un gran muro en el que se apoyaban dos niños africanos y un blanco, que en estos lares tenía que ser un trabajador chino de los muchos que nos hemos ido encontrado. Le saludamos en chino “ni hao” y seguimos en inglés preguntándole por la misión y al contestarnos en español medio riendo, comprendí que el oscuro manto de la noche me hizo ver un chino donde realmente había un mejicano. Habíamos llegado a la misión.
Nos reímos del malentendido y nos dijo que no había ningún problema en acampar en su recinto pero no iba a ser necesario puesto que tenían habitación de invitados. La misión la componían sólo tres padres. Pero hoy estaba él sólo ya que los otros dos se habían ido a Namibia para hacer compras en los supermercados de la frontera, país vecino que hasta los productos del campo son más baratos que en la propia Angola. Es entendible que en Namibia haya de todo y Angola esté desabastecida pero todavía nos resulta trágico e irónico que productos de la tierra, como la fruta y verduras, fuesen más baratos en un supermercado extranjero a más de 200 kilómetros de distancia que si se compra en la huerta de al lado.
Nos ofreció una habitación y un baño para ducharnos. Sobre todo la ducha la aceptamos encantados. Y fue lo primero que hicimos. Nos duchamos todos los días con la ducha portátil, que extrae el agua de uno de nuestros bidones mediante una potente bomba de agua, pero al apagar el agua hay que secarse y vestirse corriendo para no ser comido por los mosquitos... máxime cuando estamos en una zona endémica de malaria en plena época de lluvias. El poder ducharse con todo el tiempo del mundo y secarse con total tranquilidad son cosas que se agradecen, tan solo se nos daría en tres ocasiones en Angola.
Luego nos sentamos hablar con el padre Andrés. Nos contó que llevaba casi cuatro años en este su primer destino y que aunque al principió resultó duro y hay que tener mucha paciencia ya empieza a ver algunos frutos pero que queda muchísimo por hacer. Combinan su labor de ayuda a los más necesitados con su misión evangelizadora, sobre todo cuando ciertas costumbres ancestrales se pegan de bruces con la moral católica. Nos cuenta que lo que más le trae de cabeza es la ceremonia de entrada en la pubertad de las muchachas de varias tribus de los alrededores. El paso de niña a adolescente se celebra con el desvirgamiento de las mismas, de la cual se encarga la familia. Para esa ocasión llegan los tíos y primos, que irán entrando en la cabaña y “haciendo mujer” a la niña. Tras la ceremonia, la niña ya es mujer y está lista para casarse. Lo dicho, ideologías que se dan de bruces.
Nuestro último día por Angola discurrió recordando las vivencias y las visitas que habíamos realizados las últimas semanas por un camino donde nuevamente la chapa ondulada, los socavones y finalmente el asfalto nos depositó en la frontera con Namibia. Tras nosotros, la época de lluvias -cuyos preludios hemos padecido- regará esta tierra regenerando la vida pero a la vez... la muerte con las terribles epidemias cómo el cólera y la malaria.
Debemos reconocerle al pueblo angoleño una moral admirable, viendo toda la riqueza de su país en petróleo (segundo productores de África después de Nigeria) y diamantes (cuarto productores del mundo), y como una elite se enriquece mientras al pueblo le llega tan poco… A pesar de todo ahí están arrimando el hombro y tratando de conservar lo más preciado que puede tener un ser humano para seguir adelante, que es vivir en paz. Ojala la conserven pase lo que pase y que otros países como Sierra Leona o Zimbabwe puedan seguir su camino... un largo camino. Pero lo que más podemos destacar de Angola es que es un país que mira al futuro... que hacen planes de futuro porque tienen “hambre” de paz y esa es muy buena señal para construir ese futuro prometedor que anhelan pero, paradójicamente, muchos se lamentan de poseer tanto petróleo porque les ha traído más desgracias que beneficios... al menos al pueblo llano donde de los 12 millones y medio de habitantes, dos tercios de ellos viven con menos de un dólar y medio al día mientras hay una elite millonaria. Además, temen que se agote sin que haya podido producirle la prosperidad que en teoría debería proporcionarle un bien tan jugoso y lucrativo como es el oro negro. Porque a diferencia de Arabia Saudí el petróleo del África subsahariana es limitado, los expertos dicen que en 20 años podría agotarse. ¡Buena suerte Angola! Esperamos volver algún día de nuevo. A nosotros, nos espera otro inquietante vecino, Zimbabwe, pero antes de adentrarnos en ese país vamos a recorrer la próspera Botswana. Angola... Botswana... Zimbabwe... no nos están faltando los contrastes.



















Resto de crónicas de la ruta
01
Llegada a Ciudad del Cabo (Sudáfrica, Western Cape)
02
SPERRGEBIET !! (Sur de Namibia)
03
El desierto escarlata (Sur de Namibia)
04
Las Arenas del Infierno (Sur de Namibia)
05
Grootberg, el valle furtivo (Norte de Namibia)
06
Angola... Ave Fénix (Sur de Angola)
07
El largo camino (Norte de Angola)
08
Las rocas que hablan (Botswana oeste)
09
El río traicionado (Botswana este)
10
El humo que truena (Zimbabwe norte)
11
El imperio petrificado (Zimbabwe sur)
12
Las Montañas Dragón (Sudáfrica, Drakensberg)
13
El Reino en el Cielo (Lesotho)
14
El Espíritu de los Zulúes (Sudáfrica, Zululandia)
15
El Refugio del León (Swazilandia)
16
La Novia del Océano (Mozambique)
17
La Espada de Agua (Malawi)
18
Cielos de Fuego (Zambia)