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Crónica 2,

Entre dos mares (Mauritania)

Ruta : Reinos Perdidos de Africa | País : Mauritania

Mauritania, con su rostro mojado por el mar y su espalda agrietada por el desierto, se nos desvela como una encrucijada de culturas que la hace carecer de unidad étnica y donde el choque entre dos mundos es innegable.

Son sociedades entremezcladas y a las vez enfrentadas históricamente, donde el único argumento que las concilia es el Islam, religión que profesa la gran mayoría de su población. Los antiguos pobladores de Mauritania son en su mayoría de descendencia árabe-bereber llamados "maures" (moros) y de ahí proviene el nombre del país. Siempre ha sido un pueblo de larga tradición nómada y ese principio de libertad le impedía asentarse en la costa para aprovechar uno de los mejores bancos de pesca del mundo.

En esa costa, desdeñada por los señores de las arenas, se iban asentando tímidamente pueblos negro-africanos que encontraron mediante la pesca en frágiles embarcaciones un buen medio de subsistencia y comercio. Pero de entre todos estos pueblos, el más misterioso y fascinante ha sido desde siempre el de los imraguens, de la zona de Mouâmghâr, que logran fantásticas capturas gracias a una curiosa compenetración con los delfines.

Estos pescadores golpean fuertemente el agua con todo tipo de objetos contundentes para que los delfines, sus imprescindibles cómplices, acerquen los bancos de peces a la costa y sean fácilmente cercados y capturados por los imraguens. Su entorno es insuperable, se hallan en el Parque Nacional de Argüin, uno de los paraísos ornitológicos más importantes del mundo. En las épocas migratorias se dan cita millares de aves de Europa, Asia y de la propia África. Sus aguas son muy ricas en moluscos y peces, que unido a la soledad del desierto y a los cientos de islotes y acantilado de asombrosas formas, le convierten en el lugar idóneo para que auténticas nubes de flamencos, espátulas, pelícanos, cormoranes y otras muchas especies nidifiquen en el lugar.

Su exploración no es sencilla, se realiza a través de un itinerario que combina peligrosamente tierra y mar. El mar porque la mitad de la ruta se realiza por la playa y hay que conocer muy bien el horario de las mareas para evitar quedar atrapado por las aguas oceánicas. Y la tierra, porque hay que orientarse sin ningún tipo de balizas a través de un inmenso erg arenoso de dunas. El mar parece haberse aliado con la tierra para proteger a sus ilustres y multitudinarios visitantes de los cielos.

Nouadhibou marca el inicio norte de este rico litoral pero es a su vez la más clara muestra de la fealdad e impersonalidad que marca a las ciudades mauritanas. Es la segunda ciudad más importante de Mauritania pero tan sólo su gran extensión y el mayor número de bancos y oficinas la distinguen de cualquier otra. Su gran relevancia es debida a que es el "corazón pesquero" de su riqueza marítima y puerto de embarque de la segunda gran riqueza de Mauritania: el hierro.

Las entrañas de la tierra han permitido que hasta el ingrato desierto colabore en el frágil sostenimiento económico de este país. Este tesoro se encuentra atrapado en las arenas del norte, en Zouerat, donde una gigantesca montaña de hierro es fuente de riqueza... y la mayor cúspide de toda Mauritania. Los 915 m de altitud de la Kedia d'Idfil no tienen rival en este llano país. Ese gigante de metal mantiene viva la única línea de ferrocarril que subsiste entre las estériles tierra mauritanas. Convoyes de más de 2 kilómetros y medio de largo serpentean pesadamente por las arenas del Sáhara, una sobrecogedora visión que lo trasforma en el tren más largo del mundo.

En ningún otro lugar del planeta se han de enganchar hasta 5 locomotoras para poder arrastrar los más de 300 vagones de hierro que pueden tener algunos envíos. Su preciada mercancía es descargada donde el desierto vierte sus arenas en las frías aguas del océano, el puerto de Nouadhibou, para desde allí exportarlo al resto del mundo.

EL REINO DE LAS ARENAS

Si llegar por tierra a Nouadhibou desde el norte es complicado, el salir de este enclave reviste todavía más dificultad. Ni una carretera, ni una simple pista comunica esta insípida ciudad portuaria con cualquier otro punto geográfico de Mauritania. Son cientos de kilómetros de implacables arenas las que provocan este aislamiento terrestre.

El infinito tren de hierro ofrece la posibilidad de enganchar una plataforma donde encaramar nuestro vehículo, pero los trámites y la instalación nos retrasarían varios días. El tiempo, que poco valor tiene para los hombres del desierto, es el peor enemigo de los viajeros impacientes por recorrer nuevos parajes. Nuestro deseo de conocer y explorar, sin más retrasos que los imprescindibles, nos conduce a la única alternativa: cruzar el desierto por nosotros mismos hasta lograr llegar al "País de la Piedra", el Adrar.

Dejando atrás Nouadhibou, ya hemos superado los interminables obstáculos burocráticos que impone el ser humano, a partir de ahora nos enfrentaríamos con los obstáculos que impone la naturaleza. Salimos temprano por la mañana porque es cuando las arenas del voraz desierto se encuentran apelmazadas y duras, facilitando el tránsito por el agreste terreno que tenemos que recorrer.

Pero a medida que el sol calienta se vuelve más ligera y las dificultades comienzan a surgir. La arena parece querer tragarse nuestros vehículos y hace cuanto puede para atraparnos. Cuando por fin logra inmmovilizarnos y las ruedas giran sin agarre en la arena suelta es cuando llega el momento de obtener la colaboración de nuestras inseparables compañeras de viaje: las planchas de arena y las palas. Con mucha paciencia, esfuerzo y tiempo, vamos avanzando inexorablemente por un entorno que parece maldecir la presencia de seres humanos en sus dominios.

Nuestro rumbo es totalmente al este hasta Choum, pero el Sáhara no permite la línea recta. Hemos de ir sorteando los obstáculos y desviarnos del trazado inicial para tratar de volver a él cuando se pueda. Seguir unas rodadas erróneas puede llevar al más intrépido a decenas de kilómetros del lugar donde desearía estar. No es difícil que ocurra y nosotros no vamos a ser una excepción.

Un frente de dunas que debemos dejar al sur según nuestra cartografía, aparece desafiante cortándonos el paso. Chequeamos posición con el GPS y las coordenadas delatan un desvío de nuestra ruta que nos sitúa 20 km más al sur del supuesto itinerario que debemos seguir. Parece una distancia corta en el mapa pero no así al volante, cuando durante casi una hora hay que bordear altivas dunas, atravesar lagunas de fech-fech (arena muy blanda) o cruzar pedregales con rocas afiladas como cuchillos.

Existe una máxima entre los aventureros que dice así: "cualquier situación mala siempre puede empeorar". Por eso, cuando uno de nuestros compañeros revienta una rueda al cruzar el pedregal todos nos detenemos con abnegación para poder cambiar la malograda rueda. Las lagunas de arena, bordear dunas, errar en la ruta, la rueda reventada... consiguen que en un día tan solo nos hallásemos a 200 km de Nouadhibou.

Pero los rayos del sol, sofocantes y castigadores, comienzan a perder vigor, la noche se encuentra al acecho y antes de que la confusión que provoca la oscuridad nos rodee montamos el campamento cerca de un viejo árbol seco y espinoso que se halla en medio de la nada. La agitación y la intensidad con la que hemos vivido este día parece serenarse. Con el ocaso un viento comienza a soplar sin descanso y envuelve nuestro campamento, para recordarnos que el desierto sigue esperando ahí fuera a pesar de que la noche nos impida apreciar nuestro entorno.

Pero tras el alba, una intensa luz irrumpe impaciente mostrándonos el infinito que nos rodea y nos hace sentir insignificantes. Ese infinito que se pierde ante nuestros ojos es el camino al que debemos enfrentarnos en las próximas horas y una vez más, reaccionamos ante la realidad para emprender nuestro camino. El horizonte, llano y ocre de estas yermas tierras a veces se rompe con las características manchas oscuras de las jaimas de los nómadas, un pueblo que se resiste a romper con su tradicional pasado. Su filosofía les ha enseñado que ésta es la forma ideal de vida y sólo así se sienten hombres libres y nobles, sin yugo alguno que les oprima.

La paz reina en los campamentos nómadas, saborean el té al amparo de la reconfortante sombra que proporcionan sus legendarias tiendas pardas, fruto de la paciencia de las mujeres que la han tejido con lana de borregos oscuros y pelo de camellos. Estos hogares, elaborados por manos expertas y protectoras, les proporciona impermeabilidad ante la lluvia y la arena. Incluso cuando los vientos soplan sin descanso las jaimas resisten imperturbables, sus moradores las hacen descender casi a ras del suelo y las sellan recubriendo los bordes con la abundante arena que les asedia.

Es la única estrategia que les permite combatir y protegerse contra los embistes de las despiadadas tormentas saharianas. Pero el hogar errante del nómada contrasta con los escasos y angustiantes pueblos que se dispersan por esta complicada geografía.

A Tmeimichat hemos llegado por un pista fácil pero resulta difícil digerir lo que allí vislumbramos: trozos de adobe, chapas, bidones de metal oxidados, travesaños, raíles de vías, son los componentes de las endémicas viviendas que desparramadas por doquier nos quieren hacer creer que aquello es un pueblo. Intentando asimilar estas desconsoladoras imágenes un sonido familiar, pero ajeno al desierto, desvía nuestra atención. En la lejanía divisamos un diminuto punto que se convierte en el asombroso desfile de la solitaria e interminable serpiente de hierro que repta por el desierto.

El ferrocarril más largo del mundo transporta tan sólo el metal de Zouerat, pero para los habitantes de estos pequeños poblados diseminados es un rápido medio de transporte. Agazapados sobre el cargamento se encaraman o saltan del tren cuando este transcurre junto a sus aldeas. Sobre él los aldeanos también transportan sus sorprendidos rebaños de cabra, balando sin cesar ante su original e inestable modo de transporte. Pero el erg arenoso que se despliega tras abandonar Tmemichat nos ofrece un hermoso avance entre formas esculpidas por el viento, campos de arena horadadas por cráteres, dunas en media luna, olas de arena furiosa que quieren escalar acantilados...

El horizonte es una sábana ocre torturada por sus propios pliegues, donde una tenebrosa muralla oscura emerge sin pudor para anunciarnos que el Adrar ya no es un sueño tan lejano.

LA CAPITAL DEL NOMADISMO

Tras tanta belleza, la entrada a Choum produce un impacto desolador, es un villorrio donde se apiñan unas casuchas que dan la impresión que no podrán soportar la próxima tormenta de arena. Aun así, es un oasis que nos permite repostar agua a voluntad y combustible a un precio abusivo. Al tomar rumbo sur hacia Atar dejamos atrás las resplandecientes dunas anaranjadas y con nuestro avance somos testigos de la mutación del entorno en una infinita llanura desgarrada por sombrías cornisas.

El paisaje ha cambiado pero nos cautiva de igual modo, nuestros asombrados ojos van disfrutando cada instante recorrido. Es un avance sin prisas y con deseos de apreciar cada matiz de las formas y brillantes tonos que el sol arranca al árido y solitario desierto. En un escondido rincón de las montañas que empiezan a aparecer, en Azougui, Abdallah Ibn Yasim se ocultó en el s. X con un grupo de fieles para crear una orden monástica, islámica y guerrera. Su poder y su dominio se extendieron desde Senegal a España. Fueron conocidos como los almorávides, estableciendo los límites de su imperio religioso en nuestro país. Y en nuestro país fueron finalmente vencidos por un "rimi", un infiel.

Las leyendas del Adrar cuentan como este temido pero admirado infiel, ya muerto pero a lomos de su corcel, consiguió la victoria de los cristianos. Hasta la tradición oral de estas remotas montañas mantienen vivas las hazañas del Cid Campeador. Si resulta fascinante recordar las leyendas del pasado aun resulta más apasionante recorrer los espectaculares lugares donde se fraguaron hace cientos de años. Un paisaje como la piel de un leopardo, donde las manchas oscuras se alternan con los claros, las arenas blancas, amarillas y anaranjadas del desierto contrastan con los colores oscuros de los acantilados del Adrar.

A nuestro alrededor podemos divisar las cornisas que rompen el horizonte, nos cruzamos con rebaños de camellos conducidos por sus vigilantes protectores y atravesamos poblados de adobe, cargados de la hospitalidad que se convierte en su mejor carta de presentación. Nos movemos entre macizos montañosos con escarpadas gargantas que se abren en planicies o en profundas cañones con pequeños gueltas que no dejan de sorprendernos. La aparición de Atar frente a nosotros nos hace sentir como ante una ciudad fantasma. Es mediodía, cuando el despiadado sol castiga sin contemplaciones y ni un alma se digna a recorrer sus polvorientas y tórridas calles. La soledad, los pequeños remolinos de arena y los arbustos rodando por doquier le confieren un aspecto fantasmal.

Pero contradictoriamente a la imagen que presenta la ciudad, Atar es el centro del mayor mercado nómada del Norte de Mauritania. En él se pueden encontrar de todo, desde las brillantemente coloreadas sillas de montar hasta sus inseparables bolsas de aguas "girbas", que siempre ha de llevar encima todo buen nómada que se precie. La tradición nómada del pueblo mauritano en tan sólo una generación ha visto como se va volviendo cada vez más sedentaria. Pero ellos no pierden la ocasión de volver a sus orígenes cada vez que se presenta la ocasión, lo llevan en su sangre. De este modo, a partir del mes de julio, cuando llega la "guetna" -recolección de dátiles- en los oasis del Adrar, la población de todo el país parece movilizarse. Llegan a pie, a lomos de sus camellos, en camiones, en automóviles o avión.

Miles de mauritanos, sedentarios o nómadas, se reencuentran en Atar para celebrar un festival cultural y folclórico, recordar su pasado, exponer su artesanía, realizar carreras de camellos y al mismo tiempo es la ocasión para que numerosas familias celebren matrimonios. Desgraciadamente, en la época que pasamos por Atar, a principios de noviembre, no es posible este encuentro con las vivencias y costumbres del pasado, experiencias que hubiesen sido tremendamente sugestivas en contraste con la desidia que encontramos por esta época. Por este motivo preferimos seguir nuestro camino hacia la ciudad santa de Chinguetti.

EL PAÍS DE LAS ROCAS

Los lugareños nos indican el itinerario a seguir pero las lluvias han producido un auténtico cataclismo por la pista que surca las pétreas cornisas del Adrar. La ruta que escala estos gigantes rocosos aparece cuarteada, plagada de inmensas rocas sueltas, con escalones, grandes grietas y aristas cortantes como navajas, que ponen a prueba nuestros vehículos ... y nuestra paciencia, para no dejar allí mismo parte de los bajos de los todoterrenos. Incluso cuando alcanzamos alguna planicie nos vemos torturados por tremendas "tôle ondulée", un firme rugoso formado por infinitas ondas con desniveles de hasta 10 centímetros que nos hacen sentir en una batidora.

Chinguetti parece haberse aliado con los elementos y haber sembrado de obstáculos su camino, como tratando de impedir que los infieles se acerquen a ella. Pero aunque el terreno es infernal, el entorno con sus paredes rocosas retorcidas amenazando sobre nuestras cabezas es soberbio. Las montañas del Adrar en el centro del territorio mauritano, constituyen una gran isla montañosa en medio de un mar de arena. Aquí fue donde el hombre se refugió desde la prehistoria. Descubrió grandes lagos y ríos que corrían copiosamente repletos de ese líquido tan preciado, que ahora encuentra su recuerdo en los esporádicos pozos y los gastados oueds.

Es aquí donde una remota civilización creó sus primeras armas y sus primeras herramientas, dominó el fuego, domesticó animales y después en los albores de la historia, inventó la agricultura. En estos altos acantilados, las grandes caravanas transaharianas hacían etapa en su ir y venir de Marruecos y Mali, proporcionando a la zona una gran prosperidad y convirtiéndola en un verdadero puerto en medio del desierto.

LA CIUDAD SANTA

Pero al final del camino, como un espejismo en un mar de dunas aparece la séptima ciudad santa del islam: Chinguetti. Esta antigua y bella ciudad fue construida al borde de un gigantesco oued en pleno corazón del Adrar, pero hoy en día es acechada por gigantescas dunas que amenazan con sepultarla para siempre. El antiguo lecho del río está completamente seco, se ha trasformado en un auténtico río de arena que sus habitantes atraviesan, como en un viaje por el tiempo, para ir de la ciudad nueva a la ciudad vieja.

Consagrada al estudio del Islam, fue la capital de los moros y algunas de sus viejas casas de piedra, las que aun no han sido devoradas por las dunas, datan del s. XIII, cuando fue fundada la ciudad. Por aquellos tiempos, peregrinos de todo el país se reunían aquí para formar caravanas que se dirigían cargadas de fe y desbordante entusiasmo a la Meca. Un viaje que a veces les llevaba varios años, pero que gracias a su inquebrantable devoción por el santo lugar les servía de empuje para alcanzar su objetivo. Su biblioteca, todavía a salvo de la arena que ya invade las calles y casas, aloja el mayor tesoro de la histórica y santa ciudad, los valiosos manuscritos que son admirados en el mundo entero.

Es la herencia de siglos pasados, cuando numerosas bibliotecas, escuelas y universidades coránicas fueron fundadas aquí consiguiendo una sobresaliente reputación. La ciudad llegó a contar con once mezquitas, pero hoy en día, después de varios siglos sólo una permanece en pie. Construida en el s. XVI domina toda la ciudad antigua, constituyendo el monumento más emblemático de todo el país. De elegante empaque destaca sobre todo su minarete, que según la tradición fue rematado con huevos de avestruz.

Constituye el ejemplo más sobresaliente de una arquitectura genial que inexorablemente van devorando las temibles pero bellas dunas que acorralan la ciudad. Pero el agua de antaño, aunque no discurra por la superficie hoy en día, no ha desaparecido y a través de pozos artesanos dan vida a auténticos vergeles. Su resplandeciente verde parece querer esconderse entre los pequeños valles que forman las dunas, pero siempre hay alguna palmera que emerge invitando al viajero a refrescarse con sus cristalinas aguas y reconfortarse con su acogedora sombra.

Son los edenes del desierto, huertos donde siempre somos recibidos con los brazos abiertos por sus moradores. Pequeños paraísos donde se nos invita a comer y se nos inicia en la ceremonia del té mauritano, los tres tés de la vida que van endulzándose en cada nueva preparación. Una ceremonia de amistad y hospitalidad que hacen inolvidables los encuentros humanos por estas enigmáticas tierras.

VIAJE AL ORIGEN DEL MUNDO

Pero al este de Chinguetti, encajado entre grandes ergs se halla otra pequeña perla del desierto: Ouadane. Otro próspero centro caravanero, que conoció siglos de gran esplendor en el comercio de la sal y del oro. Pero ni siquiera su gloriosa historia la ha salvado de convertirse en otra ciudad fantasma del Sáhara que pronto desaparecerá. El voraz desierto conquista una media de 8 a 10 kilómetros al año en Mauritania y llegará un momento en el que el esfuerzo humano ya no pueda contener las arenas.

Duro testigo de excepción de la agonía de Ouadane es el Guelb er Richat, el cráter más grande del mundo que con sus 38 kilómetros de diámetro y un perímetro de roca amurallada será lo único que resista el embiste de las olas del desierto. Llegó el momento de descender de nuevo hacia Atar, pero no avanzaremos por la misma ruta que durante la ascensión, optaremos por la antigua ruta caravanera que cruza por el paso de Amorgar. Prácticamente abandonada y 50 kilómetros más larga que la nueva pista nos muestra que las últimas lluvias han tenido idénticos efectos demoledores en ambos caminos.

De nuevo gigantescas rocas sueltas, grietas y enormes escalones que hemos de allanar con nuestro propio esfuerzo a base de amontonar rocas para crear una rampa. Pero la coronación del paso de Amorgar nos deleita con sobrecogedoras vistas sobre espectaculares cañones y profundas "wadis" -lechos de antiguos ríos- que tras rasgar la roca se pierden en el infinito. Como único símbolo de vida más reciente, un pequeño fuerte destaca sobre una inmensa e inhóspita llanura pétrea, es Fort Sagane.

Pero las ruinas de este viejo fuerte de la Legión Francesa no forman parte de la Historia, son los restos de un fuerte construido hace poco más de una década para filmar la película francesa "Fort Sagane" y es obvio con tan sólo lanzar una mirada a nuestro alrededor que gozaron de un decorado excepcional. No obstante, su fiel reproducción y su estado ruinoso, fruto del paso natural del tiempo, le confiere una aspecto muy romántico al lugar. Es sin duda un privilegio el poder acceder a la llanura por el paso de Amorgar, que con las luces y las sombras del desierto, revelan la singular belleza del paraje en todo su esplendor.

En este desierto rocoso que hace milenios conoció una gran riqueza de agua, climas y temperaturas benignas, los elementos se desencadenaron negativamente. La vida fue apagándose lentamente por la implacable acción del calor tórrido del día y las heladas imprevistas de las noches, el viento, las lluvias breves y furiosas y la acción incesante de la erosión provocada por millones y millones de granos de arena devorando todo un ecosistema. La erosión ha partido y resquebrajado, forjado y modelado las rocas, siguiendo los planos de la resistencia, excavándolas donde nada ofrecía reparo.

Y entre estas rocas milenarias, como un tesoro de incalculable valor, se esconden reveladoras pinturas y gravados rupestres con las imágenes de los animales que felizmente disfrutaron de las prodigiosas y fértiles tierras de antaño: gacelas, elefantes, jirafas, antílopes, hipopótamos, etc. Por estos parajes avanzamos entre los lechos de los ríos escoltados por espectaculares cañones que flanquean el camino. Al final de este apasionante recorrido por la historia del mundo la pista nos deposita de nuevo en Atar.

EL LUGAR DE LOS VIENTOS

De las cornisas montañosas del mar de arena sahariano nos dirigimos a la costa atlántica por un camino que se supone sin problemas. Vana ilusión. Desde Atar a Akjout el camino es una pista rugosa de "tôle ondulée" y es más cómodo improvisar una ruta paralela que seguir el trazado de la "nacional". En Akjout el mapa indica que comienza el asfalto y en efecto, la carretera fue asfaltada... hace muchos años. Casi tantos como los que lleva abandonada a su suerte y que la hace más similar a un campo lunar que a una carretera.

Y para evitar que el infernal asfalto trasforme en un pesadilla nuestro viaje a Nouakchott nos vemos de nuevo obligados a conducir campo a través por las pistas del desierto que nos rodea. La cercanía de Nouakchott la van marcando las numerosas jaimas que se levantan en las lindes de la "carretera nacional". Y es que una buena parte de los mauritanos, antiguos nómadas, guardan nostalgia de su condición de antaño. Hacia el mes de octubre o noviembre, se asientan con sus tiendas en los alrededores de la ciudad y como antaño, toda la familia vive bajo la tienda, disponiendo durante varias semanas del entorno que vivieron sus antepasados.

Durante el día gozan del cautivador horizonte de dunas, que sólo la gente del desierto sabe realmente disfrutar, y durante la noche sus tiendas descansan bajo uno de los más bellos cielos estrellados del Trópico de Cáncer. Pero esto no impide que el cabeza de familia, cada mañana, salga de su tienda en dirección a la ciudad para ir a trabajar a su oficina y vuelva al campamento al final del día. Este apego a su cultura tradicional es posible encontrarlo entremezclado en su joven capital, donde se reconcilian la modernidad con la tradición. Como tratando de evitar rendirse ante el progreso refuerzan sus raíces plantando jaimas en los patios de sus casas o bien a la entrada.

Mauritania fue gobernada por los franceses desde St-Louis, pero cuando obtuvieron la independencia, St-Louis acabó en la zona senegalesa dejando a Mauritania sin su mayor ciudad. Así pues, se creó en 1960 una nueva ciudad que habría de ser su capital, situándose 200 km al norte de la frontera senegalesa, cerca del océano... y a muchos días de camino del Sáhara. Y así nació el "Lugar de los Vientos", traducción de Nouakchott,un lugar que a pesar de ser azotado por las tormentas de arena y los fuertes vientos marinos, fue elegido como la capital del país.

Sobre un viejo asentamiento militar la ciudad ha ido creciendo, pensada para 200.000 habitantes... ya cuenta con más de 650.000 habitantes. Pero lo peor es que siguen llegando refugiados de otras zonas del país, huyendo de las arenas del Sáhara que han invadido sus poblados. El desierto es implacable en su avance y como un ser vivo al que se le ha querido dar de lado y se siente herido, engulle con sus dunas en movimiento todo lo que encuentra a su paso. La ciudad es totalmente impersonal y carece de atractivo alguno, tan sólo la Gran Mezquita -donada por Arabia Saudita- y la Mezquita del Viernes -donada por Marruecos- son las únicas expresiones artísticas que podemos encontrar en la capital, aunque su condición de "donadas por" reflejan el estado económico del país.

A nivel humano, un paseo por los mercados nos permite mezclarnos en la vida cotidiana, llena de actividad pero sin demasiados agobios. Moderna en concepción y tradicional por sus moradores, sigue siendo asediada por el desierto circundante, cuyo deseo por avanzar queda patente en sus polvorientas calles. En su periferia, a modo de empalizada, muros y pilares reflejan los denodados esfuerzos por frenarlo e impedir que les devore. Pero allí donde se combinan los paisajes del desierto y el mar se vive otro magnífico espectáculo.

En las playas de Nouakchott, la playa de los pescadores, un mundo de color y febril actividad se dan cita todos los atardeceres. A diferencia de Nouadhibou la presencia del África Negra es incuestionable y todas las tardes, cuando se acerca el ocaso, la playa es un hervidero de gente y nos envuelve una desbordante agitación. Es el momento en que las grandes piraguas tradicionales retornan a la playa con las capturas del día y han de superar las fuertes corrientes de la orilla para atracar en la playa.

Es la última prueba de una dura jornada. Deberán vencer a las olas que agitan a sus embarcaciones como una pluma y las pueden hacer volcar perdiendo el fruto de su trabajo. En la orilla, un enjambre de hombres y jóvenes fornidos arrastran, centímetro a centímetro, las pesadas embarcaciones con la ayuda de unos rodillos y mucho esfuerzo al compás de canciones rítmicas que ellos mismos entonan. Entonces empiezan a descargar el pescado en cajas llenas de doradas, meros, lenguados, atunes, langostas... La pila de pescados es impresionantes y nos revela cuan generosa es la mar cuando nos muestra su lado más benévolo.

Todo este pescado es repartido entre las familias de los pescadores. Decenas de mujeres, vestidas con los tradicionales bubúes negro-africanos de vivos y brillantes colores, esperan impacientemente que les entreguen la mercancía para venderla a los clientes venidos de la ciudad. Mientras tanto los chavalines más jóvenes van y vienen rápidamente con bandejas para limpiar el pescado. Les cortan la cabezas, los abren, los lavan en el mar y los disponen en caballetes para secarlos al sol. El olor a pescado lo inunda todo pero la frenética actividad no cesa hasta que los últimos rayos del sol son engullidos por el horizonte.

Poco a poco retorna la calma, el silencio nos permite volver a oír la brisa deslizándose por la orilla y todo el mundo desaparece con rumbo a sus hogares, donde celebrarán que el mar sigue siendo generoso y que hoy no se ha cobrado ninguna víctima.

EL ÚLTIMO OASIS

Pero lejos, muy lejos de la capital costera se halla Oualata, la "Orilla de la Eternidad", como la denominaban poéticamente los antiguos viajeros. Los 1.100 kilómetros de asfalto de la "Carretera de la Esperanza" facilitan a los vehículos el llegar a Nema pero como en un último gesto de coquetería, Oualata no permite que el asfalto la una al "mundo civilizado" y obliga a todo viajero que la quiera disfrutar a recorrer más de 100 kilómetros a través de blandas arenas y afiladas rocas.

Es un último esfuerzo que se ve recompensado cuando sobre las cornisas azotadas por las arenas aparecen las casas de adobe con tonos pastel de ocres, amarillos, pardos... un camafeo refinado de colores que desvelan la gran belleza de esta antigua villa caravanera del siglo VII. Original e intrincada encrucijada, que se ve todavía más hermosamente ataviada cuando sus propias fachadas e interiores se hallan embellecidos con pinturas decorativas, espectaculares murales geométricos que juegan con colores intensos como el rojo o el índigo que se entremezclan con los diseños arabescos blancos que adornan sus puertas y ventanas.

Aquí se reunían las grandes caravanas que provenían de África del Norte cargadas de sal, cobre, perlas, alfombras... y se cruzaban con las caravanas provenientes del "País de los Negros", cargadas de oro, ébano, marfil y caucho. Y Oualata era el último oasis de esta gran ruta comercial en su camino hacia Tombuctu, caravanas que se desplazaron por el ingrato pero hermoso desierto que les rodea. Un último soplo de vida antes de enfrentarse a una ruta incierta e inquietante. Es el contraste del misterio y la belleza.

Pero Mauritania es así, una combinación de tradición, historia, arenas y mar. Un país duro que choca fuertemente con la cultura occidental pero que cautiva a medida que nos vemos atrapados en sus redes, en su herencia ancestral, en sus misterios... Un país esculpido por el desierto y el Islam que deja siempre una profunda huella en el alma de los viajeros abiertos a nuevas experiencias. Pero la expedición no ha hecho más que comenzar, al llegar a su frontera sur estamos a las puertas del África Negra, tan sólo nos queda cruzar el río Senegal.

Resto de crónicas de la ruta

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Vicente Plédel y Marián Ocaña son dos aventureros ceutíes con una prestigiosa trayectoria de rutas de exploración a través del mundo y entre los dos cubren todos los aspectos que requiere una expedición.