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Crónica 37,

India VII - La búsqueda del tesoro

Ruta : Ruta de los Imperios | País : India

-¿Me acercas el agua, por favor? -le pido a Marián. Estoy asfixiado y quiero aprovechar la gran recta que tengo delante para beber. Tan solo con gran visibilidad podemos relajar un poco la conducción, el resto del tiempo nuestras cabezas se mueven como radares, intentando localizar algún "misil" que venga directo hacia nosotros.

-La del termo se ha terminado, la que queda está caldorra.

-Lo que haya, estoy deshidratado -el sol está dando en mi lado del coche y el "calorcillo" me ataca a mí con más virulencia. Me da la cantimplora y la llevo a mis labios - bueno, podría estar peor -le digo, después de saciar la sed. Todavía tenemos muy vivo el recuerdo de nuestra reserva de agua potable cuando nos desplazábamos a finales de julio por el wadi Mathendous de Libia. ¡Aquella sí que estaba caliente! Casi nos quemaba la garganta.

-Tendríamos que rellenar el termo y la cantimplora con el agua de los bidones, esta se ha acabado -me dice Marián tras apurar el último sorbo de agua.

Detengo el coche y nos bajamos. Diez segundos y nuestros cuerpos ya están transpirando sin control. El aire acondicionado del Montero nos mantiene en una burbuja climatizada mientras conducimos pero al bajarnos ... siempre tenemos un encontronazo con la cruda realidad climatológica. Podemos tener hasta 15-20º de diferencia entre el exterior y el interior. Abrimos el portón trasero, destensamos las cinchas que sujetan nuestra provisión de agua, giramos uno de los bidones para que el grifo esté operativo y comenzamos a rellenar nuestras cantimploras.

-¿Tu crees que dejando la costa nos libraremos del calor?- me pregunta Marián, agobiada mientras le resbalan copiosamente gotas de sudor por toda la cara y el cuello.

-Yo creo que nos libraremos de la humedad pero no conseguiremos deshacernos de este condenado calor hasta que subamos a algún puerto de montaña por encima de los mil metros ... como mínimo -le contesto, sin poderla consolar demasiado ante una situación tan obvia. Es realmente insoportable, llevamos un mes así y resulta agotador visitar, grabar, fotografiar y redactar los informes en estas condiciones.

-¡Mira,... fíjate! ¿has visto qué maravilla de templo? Tiene que ser el de Belur -me dice mientras me señala un templo bajo entre la vegetación. Así es Marián, tan pronto está agobiada por el calor que tanto odia y parece que se va a dar por vencida como renace de sus cenizas y se deja seducir por las maravillas con las que el arte hindú nos deleita en cada rincón de su geografía.

Estaba en lo cierto, era el templo Chennakeshava de Belur. Esta joya de piedra, enorme pero esculpida como si se tratase de una delicada caja de marfil, es un santuario envuelto por cintas interminables de procesiones inmovilizadas por algún extraño encantamiento. Hay desfiles de ofrendas y todo un palco de héroes de epopeyas hindúes, reyes y dioses ... como esperando que se reanuden las apasionadas danzas de las voluptuosas bailarinas que fueron congeladas en su momento álgido. Tenemos ante nosotros una de las obras cumbre de la escenografía hindú.

Moverme por el estado de Karnataka me hace rememorar la niñez, cuando jugaba al "tesoro escondido" con mis amigos de la infancia. Estamos explorando un inmenso jardín siguiendo las indicaciones de nuestros libros como antaño seguía las notas de Alberto. Hace muchos años seguía las huellas de Alberto, las de Miguel, las de Ángel, ... hoy seguimos las huellas dejadas por los sucesivos imperios y por las diversas dinastías que competían entre sí y que aparecían y desaparecían en esta zona del país. Desde el s.III a.C. con Chandragupta Maurya, el primer gran emperador de la India (que acabó su vida como monje jainista, una religión minoritaria que solo existe en la India) hasta la llegada de los ingleses, muchos reinos han visto florecer y marchitar su poder y todos ellos han dejado bien patente sus huellas. Pero para algunas cosas el tiempo no transcurre y cada vez que encontramos uno de sus tesoros me quedo maravillado, creo que el brillo que destellan mis ojos no puede distar mucho de la expresión que poseía cuando tenía 7 años y por fin abría la "cajita" enterrada.

Llegamos a Halebid, otro tesoro encontrado, ante nosotros se halla el templo de Hoysaleswara. Me cuenta Marián que se erigió durante la dinastía hoysala y que estuvieron durante 80 años esculpiendo sus paredes. Los templos de Halebid y Belur son la "crème de la crème" del arte religioso hoysala, erigidos en el siglo XII. Tienen el honor de rivalizar con las famosas esculturas de Khajuraho o Konarak o por compararlo con algo que nos suene más familiar a todos, con lo mejor del arte escultórico gótico europeo.

EL EMPERADOR ASCETA

-¡Es una auténtica burbuja de piedra! -me dice Marián, cautivada ante esa inusual mole de roca semiesférica- y en la cumbre se ve claramente el templo y una titánica estatua emergiendo de su interior, es increíble -prosigue mientras yo voy leyendo la historia del lugar.

-¿Qué hay que subir 619 escalones al sol para alcanzar la estatua de Sravanabelagola?- exclamo con los ojos desencajados y tratando de que no se me atragante el impronunciable nombrecito de marras, mientras ella sonríe sarcásticamente y asiente con la cabeza.

Son las tres de la tarde. La piedra quema como si fueran las llamas del infierno... porque encima hay que descalzarse para ascender hasta el templo. Se nos acercan unos vendedores ambulantes ofreciendo calcetines a precios desorbitados, ¡qué vivos son cuando quieren! Pero nosotros venimos preparados para todo. Mientras nos secamos el sudor de la frente y tragamos saliva, emprendemos el ascenso escalón tras escalón hasta la cima rocosa. Nos hemos calzado dos pares de calcetines para no abrasarnos la planta de los pies, los que suben descalzos del todo ascienden con breves pero intensos carrerones hasta alcanzar una sombra donde descansar los pies escaldados. A mitad del camino ayudo a Marián con el trípode porque el ascenso y el bochorno es insoportable. Sé que es imposible pero juraría haber oído al sol soltando carcajadas.

Por fin alcanzamos la cima. Tratamos de recuperar el aliento y elevamos nuestra vista hacia lo alto de los 17 metros que mide la estatua de granito del supremo Bahubali completamente desnudo -símbolo de renuncia-, representado con hiedras que le trepan por todo el cuerpo como símbolo de la impasibilidad penitente. Las gotas de sudor se nos meten en los ojos y la sal nos produce escozor, nos los frotamos fuerte con los puños, como un niño al recibir las primeras luces de la mañana. Fue aquí donde el emperador que abandonó su reino para abrazar el jainismo, Chandragupta Maurya, acudió con su gurú. Siglos después sus seguidores levantaron esta inmensa figura que se dice es la escultura monolítica más grande del mundo.

Una familia está sentada a la sombra de la columnata que rodea al gigante. El padre intenta rezar mientras su hija pequeña reclama su atención con juegos y risas. La madre prepara un tentempié, allí mismo montan un picnic. Dos fieles se acercan a la verja que hay a los pies de la efigie venerada. Un monje les atiende mientras entregan una ofrenda y reza una plegaria con ellos.

Cuando terminamos de bajar los 619 escalones, esta vez con paso más ligero pues las bajadas resultan menos penosas, lo primero que hacemos es bebernos un litro de agua fría cada uno. El calor nos quita el apetito y sólo deseamos beber, la alimentación durante esta etapa está siendo un desastre. Ni siquiera la noche es capaz de mitigar este horrible bochorno que hoy ha alcanzado los 43ºC.

Continuamos camino hacia Somnathpur pero cuando llegamos, ya de noche, no hay ni una luz en el pueblo, los constantes cortes de luz en la India son el pan de cada día. Tan solo hay una posibilidad de alojamiento: la "guest house" que regenta el Ministerio de Turismo de Karnataka. Su situación es realmente privilegiada y exclusiva puesto que se halla al lado mismo del templo pero parecía la casa de la calle Pájaro Burlón nº 13, el domicilio de la jocosa familia Munster. ¡Daba miedo! Pero bueno, tenía un gran jardín y ahí podríamos desplegar nuestra tienda-techo para dormir. ¡Eso hubiésemos querido! Nuestro hogar nómada es muy cómodo y está impoluto pero el aire caliente de la noche era sofocante.

-¿Las habitaciones tienen ventilador en el techo? -le pregunto al encargado, un anciano muy sonriente que no paraba de mirarnos desde que entramos hace media hora.

-Sí , por supuesto-me contesta todo orgulloso.

-¿Y va a volver la electricidad? -pregunta vital, porque de nada sirve un ventilador si no hay electricidad.

-Volverá a las diez de la noche pero la cortan otra vez a la 6 de la mañana.

-¿Podemos verla?

-Claro, vengan conmigo.

Tan solo tiene dos habitaciones y no vamos a describirlas porque igual alguien tiene la comida preparada en la mesa y no queremos fastidiársela. La habitación parecía extraída de la película "Torrente, el brazo tonto de la ley" y tan solo diremos que cuando vimos el baño con la luz de la vela fue el único momento en que nos alegramos de que no hubiese electricidad; verlo de sopetón, con las luces encendidas hubiese podido tener secuelas psicológicas irreversibles. Es más, en el dormitorio podríamos poner el cartel con el que empiezan muchas películas de ciencia-ficción: "No estamos solos".

-Pueden elegir cualquiera de las dos, no tenemos huéspedes -nos dice ufano el encargado. ¿Por qué será?, me pregunté a mí mismo.

Pues al final, en un acto de valentía sin igual ... nos alojamos en una de sus habitaciones porque efectivamente, la electricidad volvió, el ventilador giraba e iba a ser el único modo de dormir un poco ... hasta que el corte de luz de las 6 nos despertase empapados en sudor. Como así ocurrió. Pero bueno, por increíble que parezca, dormimos 6 horas del tirón ... ¡y repusimos fuerzas!

Estamos solos cuando a la mañana siguiente entramos al templo de Sri Channakeshara. El silencio tan solo es interrumpido por el manojo de ramas secas que emplea el portero limpiando el suelo de piedra. No hay hueco en este santuario hoysala que no esté recubierto por la imagen de algún dios, animal, flor o escenas que recrean algún acontecimiento cotidiano, palaciego o guerrero. Palpamos las esculturas, las filigranas, las escalinatas, los dioses, ... de este nuevo tesoro.

Mysore es todo lo contrario al remoto y pequeño Somnathpur, es una gigantesca urbe con tráfico alocado, contaminación, caos, griterío, ... pero que posee tres perlas que son dignas de admiración. Por un lado el templo de Sri Chamundeswari, que si bien su arquitectura no se puede comparar con lo que acabamos de ver los días precedentes sí que es único en lo que respecta a la afluencia de fieles que visitan el lugar, una escenografía sin igual con un gentilicio de los más variado: fieles de clase alta haciendo cola junto a indigentes, sacerdotes poniendo el "tika" (lunar de pintura) en medio de la frente, procesiones que giran alrededor de su gran gopuram (torre) de siete pisos, rituales frente a los ídolos, cánticos que inundan la atmósfera, sadhus sobre pinchos que piden limosna, ... Para llegar a él hay mil escalones de subida para aquellos que deseen purificar su karma pero como nosotros ya lo "purificamos" en el ardiente Sravanaetcétera ... decidimos llegar a él en coche. Los nombres nos están volviendo locos, los tenemos que llevar siempre apuntados en un papel.

En el sendero que une la llanura con el templo se halla un gigantesco toro Nandi (vehículo de Shiva) excavado en roca viva en 1.659, con sus cinco metros de altura es uno de los más grandes de la India. Los peregrinos desfilan sin cesar y ofrecen "prasaad" (ofrendas de alimentos) al sacerdote custodio del lugar, éste les bendice y les pone un "tika". Estamos embriagados por el ambiente, nos hallamos inmersos en otra dimensión del mundo.

Del mundo espiritual bajamos al mundo terrenal y en la llanura ... la tercera perla: un palacio, la sede de los marajás de Mysore. Sus hermosos jardines están abiertos al público y esta fastuosa obra preciosista de estilo indosarraceno es ahora un museo, aunque un ala del mismo sigue siendo habitado por el antiguo marajá.

Este recorrido por la historia da paso a una ruta por la naturaleza. Nos dirigimos hacia las montañas (¡soñamos con brisa fresca de las alturas!), nuestra nueva meta es Ooty, en el corazón de las colinas Nilgiri ... ¡a 2.300 metros de altitud! ¡Un sueño!

-¡Cuidado! -me grita Marián.

-Ya lo he visto, tranquila -pero como no iba a ver lo que se cruzaba en la carretera si tenía el tamaño de un elefante. Siendo más precisos ... ¡era un elefante! Hay cosas que sólo pueden ocurrir en la India. Detenemos nuestro Montero y dejamos pasar a los grandes paquidermos, que sabiendo que su tamaño tiene prioridad sobre cualquier otro ser, se toman su tiempo. Nosotros encantados, nos pasaríamos todo el día disfrutando del espectáculo.

¡AL AGUA... ¿PATOS?! NO, ...

¡AL AGUA, ELEFANTES!

Estamos en la frontera entre el estado de Karnataka y Tamil Nadu, dentro del santuario natural de Mudumalai. El sol empezaba a declinar inundando de tonos dorados las plácidas aguas del río Moyar cuando surgieron los elefantes cruzando la carretera, tras ellos, sus mahouts, "conductor y maestro" del elefante. Lentamente eran introducidos por la orilla mientras con gestos y palabras rotundas y precisas les ordenaban meterse en el agua. Con la trompa se iban arrojando agua sobre si mismos. Acto seguido se apoyan en la trompa y muy lánguidamente, como si fueran a cámara lenta, los elefantes se iban tumbado sobre el lecho del Moyar. Entonces comenzaba la tarea del baño. Con un buen cepillo de púas le iban frotando la dura y áspera piel. Los elefantes parecían disfrutar de lo lindo a juzgar por los suspiros que lanzaban mientras sus amos se empleaban a fondo para restregarles la piel con energía. Un escenario sublime para una gala sin igual. Los últimos rayos de sol se convirtieron en la bajada del telón que dio por concluida esta grandiosa obra.

Nunca pensamos que el altímetro fuese sinónimo de euforia mientras nos indicaba que íbamos subiendo a 1.000 metros, a 1.100, a 1.200, ... tampoco pensamos nunca que el termómetro fuese sinónimo de excitación mientras nos indicaba su descenso a 32ºC, a 27ºC, a 23ºC... a 18ºC ... ¡hasta 14ºC llegó a indicar el termómetro del Montero! Paramos el coche para disfrutar esa maravillosa sensación de frescor entre la vegetación de eucaliptos australianos que poblaban estas colinas a una altura de 2.240 m. Un grupo de luciérnagas titubeantes que revoloteaban a nuestros alrededor nos permitió imaginarnos que nos hallábamos en un bosque encantado. Marián tuvo que buscar su camisa para ponérsela por encima de la camiseta de tirantes. Fue todo un acontecimiento, ¡tenía que abrigarse!

La luz de la mañana nos descubrió un puerto de montaña que los británicos convirtieron a finales del siglo pasado en una isla de descanso y frescor cuando el bochorno castigaba a conciencia en las llanuras. Somos testigos directos de que es fácil entender que huyeran de los rigores del calor para practicar un deporte que introdujeron hace más de 100 años por estas latitudes: el golf. Los habitantes de esta pequeña población presumen de tener el campo de golf más antiguo de la India. Las casitas y las iglesias parecen el decorado de una película rodada en la campiña inglesa.

Pero esta tregua que el calor nos ha concedido por estas latitudes se esfuma de nuevo cuando volvemos a la llanura para reunirnos con otro distinguido entorno, con la Costa de las Especias.

Resto de crónicas de la ruta

Acerca de los expedicionarios

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Te presentamos a tus compañeros de viaje

Vicente Plédel y Marián Ocaña son dos aventureros ceutíes con una prestigiosa trayectoria de rutas de exploración a través del mundo y entre los dos cubren todos los aspectos que requiere una expedición.