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Crónica 84,

Islas Galápagos - Las perlas negras del Pacífico

Ruta : Ruta de los Imperios | País : Islas Galápagos

Las luces del alba comienzan a despuntar, nuestra montura realiza su particular singladura al Canal de Panamá y nosotros... a un paraíso perdido en medio del Pacífico. Un minibús nos recoge en el hotel de la capital ecuatoriana para trasladarnos hasta el aeropuerto. Tras una breve escala en Guayaquil, la capital financiera del país a orillas del río Guayas, partimos rumbo a nuestro ansiado destino.

Comenzamos a perder altura. Las nubes que nos han envuelto casi todo el trayecto inician su retirada y comenzamos a ganar visibilidad. Por las ventanillas del avión comenzamos a tomar contacto visual con el admirado archipiélago. Como un collar de perlas negras, roto y flotando sobre el océano Pacífico, aparecen algunas de las remotas islas volcánicas, fruto de virulentas erupciones de los fondos marinos. De la vehemencia de las explosiones submarinas han surgido 13 islas mayores, 42 islotes pequeños y un sin fin de rocas emergentes. Se ha llegado a contabilizar hasta casi 2.500 cráteres de volcanes de todos los tamaños. El volcán Sierra Negra, en la mayor de las islas, Isabela, tiene diez kilómetros de diámetro convirtiéndose así en el segundo más grande del mundo. El origen volcánico de las islas pone de manifiesto que nunca estuvieron unidas al continente.

En el aeropuerto de la pequeña isla de Baltra nos recogen y nos trasladan al puerto donde se encuentra anclado el lujoso Isabela II. Esta embarcación se convertirá en nuestro hogar flotante durante los ocho días de espectacular navegación entre las prodigiosas islas. A bordo del Isabela II, bautizado así en honor de la mayor isla del archipiélago ecuatoriano, somos recibidos por el capitán Jorge Fernández y la tripulación al completo. Poco después, zarpamos rumbo a la diminuta isla Seymour Norte.

El mar está tranquilo y entre las itinerantes nubes que recorren el cielo, el sol acaricia las cristalinas aguas del Pacífico... y nuestros rostros. Impacientes, nos apostamos en la proa del barco con el deseo de vivir nuestras primeras experiencias marineras. Mientras, un profundo y vivificante olor a mar inunda nuestros pulmones.

Aquí estamos, en medio del Pacífico pero a tan solo 1.000 kilómetros del Ecuador continental. Aquí estamos, en las Islas Encantadas, nombre que le dieron los españoles. Aquí estamos, rodeados de unas islas que fueron la clave para que un audaz e inquieto científico británico, Charles Darwin, revolucionase a la conservadora comunidad científica de la época victoriana que le tocó vivir. Aunque su viaje no comenzó con buen pie aquel 27 de diciembre de 1831. Nada más zarpar del puerto inglés de Plymouth tuvieron que regresar debido a una fuerte tempestad. Cinco años después, en 1835, vino repleto de anotaciones. Su trabajo no fue más que el fruto de su concienzuda capacidad para observar y anotar todo aquello que mereciera la pena en el campo de la Historia Natural, como su profesor de Botánica en Cambridge había descubierto en él; motivo por el cual le recomendó para ocupar el puesto de naturalista en el bergantín Beagle.

Fue en 1.859, más de veinte años después de su vuelta alrededor del mundo, cuando publicó el libro que recogía sus estudios y observaciones científicas: “El origen de las especies por selección natural”. Y las islas que estamos a punto de recorrer fueron las protagonistas de tan atrevidas teorías.

Los meteorólogos consideran el clima de las islas entre los mejores del mundo. Un clima saludable y menos caluroso de lo que podríamos imaginar al encontrarnos en una latitud tan cercana al ecuador. No obstante, los meses entre enero y junio son los más cálidos y húmedos, convirtiéndose el mes de marzo en el más caluroso. Durante esta época la vegetación de las islas está en pleno apogeo, mucho más exuberante y el agua tiene la temperatura perfecta para bucear. De julio a septiembre baja el ritmo de las lluvias y las islas comienzas a secarse pero en cambio aumenta la vida acuática, los animales prefieren las corrientes frías. Si bien es cierto que sea cual sea la fecha que elijamos siempre debemos escudarnos bajo un protector solar.

Apenas transcurrieron tres horas, tras haber zarpado, cuando llevamos a cabo nuestro primer desembarco. La vegetación es escasa y rala, esta circunstancia unida al semblante volcánico de las islas les confiere un aspecto aún más indómito del que cabría esperar. Bajamos de las “pangas” o botes, siguiendo las instrucciones que por la mañana, tras la bienvenida, nos dieron la tripulación. Tras desprendernos de los salvavidas seguimos el camino balizado junto al naturalista que nos asignaron, Mario Domínguez. Las reglas no conducen a ningún equívoco y, por el bien de la fauna que allí habita desde hace varias generaciones, las debemos respetar. No debemos salirnos de las sendas marcadas ni tocar a los animales, de ello se encargan encarecidamente los naturalistas que con sus expertas explicaciones nos enriquecen el recorrido.

La luz de la tarde tiñe de ocre el camino polvoriento que seguimos por la pequeña isla Seymour Norte y de pronto, camuflado entre las rocas y las blanquecinos ramas de palo santo, aparece una enorme iguana macho que parece fosilizada. Ni tan siquiera pestañea ante nuestra inesperada aparición. Cuando la iguana se cansa de nuestra presencia, inicia el característico movimiento que indica que invadimos su territorio con la repetida subida y bajada de la cabeza. Luego prosigue su camino, dejando grabada su vasta silueta sobre la tierra mientras se aleja arrastrándose. Probablemente consideró más provechoso ir a mordisquear algún trozo de palo santo o moyuyo, dos de los alimentos que forman parte de su dieta. La iguana es uno de esos animales que nunca ha aprendido a temer al hombre. Pero éste no ha sido más que el primer encuentro de los muchos que tendremos en los numerosos desembarcos que realizaremos en los próximos días.

Cuando Darwin pisó por primera las inhabitadas islas se sorprendió al descubrir gigantescos reptiles que creía extinguidos hace millones de años. Las islas Galápagos no tienen más de 5 millones de años e, inexplicablemente, nadie sabe como llegaron habitar en ellas estos impresionantes animales.

Entretenidos con el primer habitante que nos topamos en la isla no nos percatamos que en una de las ramas de los arbustos que nos circundan hay una fragata posada. La fragata real es el ave insignia de esta pequeña isla. La espectacular bolsa roja que el macho tiene ubicada en el pecho, el saco ovular, tiene como misión principal hincharse desproporcionadamente para atraer y cortejar a las hembras en época de celo. No nos habíamos tropezado con otro caso tan provocador desde el pavo real. Uno de los machos más bellos y presumidos del mundo animal cuando despliega su magnífico abanico de plumas para deslumbrar a las hembras. Cuando alcanzamos la zona donde se hallan los nidos, comprobamos que el número de parejas formadas era cuantioso y algunas parejas ya disfrutaban del fruto de su apasionada exhibición, en forma de polluelos con ahuecado plumones y ansiosos por devorar la comida que sus progenitores les alcanzaban. Una comida que en ocasiones ha sido arrebata a otras aves como los piqueros; la fragata es una ladronzuela perezosa que suele aprovecharse de sus vecinos.

Al alcanzar la playa encontramos en la orilla los corpulentos cuerpos de numerosos lobos marinos que apenas se percatan de nuestra llegada. Tan solo el macho dominante de la manada se mantenía vigilante sobre su harén. Cerca de ellos, sobre las arenas o sobre piedras, las iguanas marinas, más pequeñas y oscuras que las terrestres, se apiñaban unas sobre otras para tomar los últimos rayos del sol. Son las únicas iguanas del mundo con capacidad para nadar y se alimentan básicamente de la ingesta de algas marinas que se secan en la playa o consiguen en el mar. La gran concentración de sal que puede llegar a acumular en su organismo, muy superior a la que un ser vivo podría soportar para sobrevivir, es expulsada por sus orificios nasales con continuas expectoraciones. Ellas, al igual que sus perezosos vecinos, tampoco se interesaron por nuestra presencia.

El sol se precipita por el horizonte del océano Pacífico, nos colocamos de nuevo nuestros salvavidas y nos subimos a las pangas para regresar a nuestro hogar flotante, el Isabela II. Allí, Pepe el barman, nos esperaba con una copa de zumo tropical. La pequeña isla de Seymour nos deleitó con todo un recital de fauna impresionante marcando el preludio de los acontecimientos venideros.

MECIDOS POR EL PACÍFICO

El bergantín Beagle, a bordo del cual viajó Charles Darwin durante el siglo XIX, recorrió estas extraordinarias islas con los avances más sofisticados que su tiempo le permitió. Estamos en el siglo XXI y modernas embarcaciones equipadas con la más moderna tecnología y comodidades de nuestro tiempo, nos permiten disfrutar de una travesía acorde con los tiempos en que vivimos. El Isabela II es un magnífico hotel flotante que ofrece seguridad y confort, habitaciones amplias y confortables con baño privado, varias cubiertas para no perder detalle alguno del entorno y una biblioteca que ofrece libros de consulta, videos, cartografía y un ordenador. Para el ocio... varios salones, bar, un pequeño yacuzi al aire libre en la cubierta superior, solarium... No podía faltar un restaurante que goza de una amplia gastronomía, abarcando desde los deliciosos platos típicamente ecuatorianos hasta la cocina mexicana e italiana. Todo ello viene acompañado por la cuidada selección de la tripulación, desde el último marinero hasta el capitán y sus oficiales pasando por los camareros y el cualificado equipo de guías naturalistas, siempre dispuesto a contestar todas las preguntas que deseemos formularles. Por otro lado no se trata de un gigantesco barco, tipo transatlánticos-ciudades, su perfecto tamaño crea un ambiente familiar que permite relacionarte con todos. Los almuerzos y las cenas son el momento perfecto para intercambiar opiniones e impresiones de los desembarcos tan intensos que vivimos.

Pero el objetivo primordial de la navegación son los desembarcos, al menos dos diarios, que realizamos con la debida autorización regulada por el Parque Nacional de las Galápagos. La explotación turística de las Galápagos podría ser el principio de su fin, por ello está regulada rigurosamente. Los visitantes que arriban a las islas cada año se estiman entre 60.000 y 70.000. A esta regulación se suma la formación profesional de los guías naturalista para descubrir y enseñar a los visitantes la importancia del ecosistema del archipiélago y el respeto al medio ambiente, su presencia es vital.

Cada atardecer, la nave pernocta mecida por aguas distintas y todos los días desfilan ante nuestros ojos, y bajo nuestros pies, las islas más espectaculares del archipiélago. Cada isla es un mundo que Darwin supo audazmente descifrar gracias a sus insólitos animales. Algunas islas son desnudos trozos de lava y piedras volcánicas, otras en cambio están cubiertas de profusa vegetación. Mientras en algunas los volcanes pueden alcanzar los 1.700 metros de altitud en otras apenas superan los 28 metros de altura sobre el nivel del mar. En función de su morfología, los animales que comenzaron a habitarlas tuvieron que adaptarse a ellas dando lugar a sus particulares señas distintivas. Este sorprendente micromundo es el que vamos a descubrir en cada desembarco.

LOS AMOS DE LAS PROFUNDIDADES

La mañana nos sorprendió con un estrato bajo de nubes que fueron disipándose gradualmente a medida que el sol iba ganando terreno a lo largo del día. El capitán nos dirige hacia una de las partes más arcaicas del archipiélago, al sudeste de las islas. La isla Española tiene la nada despreciable edad de 3,5 millones de años, aunque hablando en términos geológicos es muy joven. También denominada como isla Hood, en honor a un noble inglés, es el hogar de numerosas aves endémicas. Pero hoy no vamos a empezar caminando por los senderos de la isla, nos vamos a sumergir en el mar para contactar con sus otros privilegiados inquilinos. Unas gafas, un tubo y unas aletas son suficientes para disfrutar del mundo submarino que nos espera con tan solo zambullirnos en el agua sin tener que bajar a profundidades mayores.

Los arrecifes volcánicos del islote cercano a Bahía Gardner acogen a un nutrido elenco de peces tropicales con nombres tan elocuentes como divertidos: peces loro barba azul, peces gringo, damiselas gigantes, viejas solteras, borracho mono, raya de espina, raya águila, cardúmenes de ojones, peces banderas... incluso llegamos a toparnos con tiburones. Más de 300 especies de peces habitan los fondos submarinos. Durante una hora estuvimos disfrutando de una fiesta de colores y formas sin igual. Aquellos que preferían un espectáculo menos húmedo podían realizar el recorrido con los botes de fondo de vidrio.

Pocos son los esfuerzos para proteger persistentemente este valioso santuario natural que hará las delicias de los amantes del submarinismo, las posibilidades son infinitas para disfrutar de una zona única en el mundo. Junto con la Barrera Coralina de Australia, las islas Galápagos se convierten en los fondos marinos más importantes y espectaculares del mundo.

Tras la asombrosa exhibición, que el cristalino océano Pacífico nos había concedido, nos volvemos al barco para poco después desembarcar en la playa de Bahía Gardner, colmada de arena fina y blanca. Una nutrida colonia de lobos marinos languidece perezosamente en las arenas de la orilla tomando el sol mientras otros más juguetones prefieren divertirse zambulléndose en el agua. Mientras paseamos por la playa, captando con nuestra cámara las bucólicas imágenes que nos ofrecen los mamíferos marinos, sus crías nos salen al paso con ganas de jugar y nos provocaban arrojándonos con sus aletas arena en las piernas. ¡Qué no hubiéramos dado por retozar con ellas por la playa! pero... sólo somos intrusos de paso que nos debemos limitar a observarlos sin entrar en contacto físico con ellos. Aunque las ganas de jugar sean casi incontenibles, debemos respetar las reglas. Mario, el naturalista, nos explica: “Recordar que no se les puede tocar porque las madres las reconocen por el olor y el olor humano mezclado con el bronceador o perfumes podría camuflar su esencia y dejarla desprotegida de su madre”. No podía ser más claro y contundente. La pequeña cría debería buscar a uno de sus congéneres para desfogar sus ansias de diversión.

Zambullirnos en el agua con los lobos nos permite por unos instantes sentirnos como si fuéramos uno más del grupo y compensar los juegos que no pudimos compartir con los bebés. Con envidiable habilidad, bucean como si fueran auténticos torpedos, rozándonos desafiantemente cuando nadaban junto a nosotros. Es increíble que sigan sin tenerle miedo al ser humano a pesar de que sus antepasados fueron masacrados por cazadores sin escrúpulos.

Al final de la playa dimos con una profusa colonia de iguanas marinas. Había decenas y decenas de ellas, de color tan oscuro como los trozos de lava sobre los que se amontonaban para tomar el sol. Había otras que se afanaban en zambullirse en el agua para buscar su alimento preferido: las algas marinas. Su lomo, recubierto de una crespa con puntas, nos recordaban a los antiguos dinosaurios marinos que hace millones de años recubrieron el planeta azul. No en balde, las iguanas que teníamos ante nuestros ojos son, según el profesor Tomas Wolf, las legítimas representantes de aquellos gigantes saurios que reinaron sobre la tierra. Nos cuentan los naturalistas que el momento más espectacular se produce durante el apareamiento cuando vuelven su piel negra de un rojo brillante y ejecutan espectaculares flexiones para cortejar a las hembras.

EL PARAÍSO DE LAS AVES

Nos trasladamos hacia el oeste de la Española, concretamente a Punta Suárez. La caminata esta repleta de vida, paso a paso. Nada más desembarcar los lobos marinos aparecen recostados en nuestro estrecho camino y tenemos que sortearlos con cuidado para no molestarles durante su apacible baño de sol. Acto seguido y, casi sin haber tomado aliento, las iguanas marinas se amontonan por cientos en la playa, junto a los inquietos y numerosos cangrejos, alternando la negrura con tonos verdes y rojizos de los reptiles con el refulgente anaranjado de los grandes crustáceos. Las pequeñas calas por las que pasamos son literalmente maternidades. Encontramos a un gavilán devorando la placenta de una cría que acaba de nacer hace tan solo unas pocas horas. Su madre no se separa de ella, lamiéndola, arrullándola con su hocico.... no dábamos abasto para observar y asimilar todo lo que podíamos sentir en tan poco tiempo y espacio.

Posteriormente aparecen los primeros piqueros de patas azules posados sobre árboles enanos, que hacen las veces de vigías de esta generosa Arca de Noé. Los piqueros enmascarados están sumidos en su entregada labor por proteger sus codiciados huevos. En los nidos, alojados entre las rocas del acantilado que daba a una playa, las parejas de jóvenes padres se alternan en la protección del nido y la busqueda de alimento.

Pero el personaje más atrevido y curioso que no se separa de nosotros durante todo el camino son los cucuves. Como si fueran nuestra propia sombra, nos siguen allí donde vayamos. Y cuando intentamos fotografiarle, se acercan tanto al objetivo de la cámara que es imposible enfocarles. Asombrosa su falta de temor y su naturalidad. El mismo asombro que le produjo a Darwin la primera vez que los vio hace casi doscientos años, cuando se posaban sobre sus hombros ingenuamente o dejaban acercarse a ellas sin el menor atisbo de temor.

El colofón final no los proporcionan los gigantescos albatros que se encuentran en plena danza de cortejo. Parecen encontrarse en una exhibición de espadachines. Tras emitir estridentes silbidos y eufonías la pareja golpea reiteradamente entre sí sus picos y vuelven a comenzar el ritual sin dejar de blandir sus majestuosas alas. Por el camino de vuelta algunos lobos marinos, recién salidos del océano, nos muestran el inmenso esfuerzo que deben emplear para ascender por el accidentado camino. Pausadamente van trepando con su enorme y pesado cuerpo por las empinadas escaleras de piedra natural que les trasladaría hasta la plataforma donde se reúnen para pernoctar. Toda una lección de fuerza de voluntad.

Los abruptos acantilados y la puesta de sol, sellan un día que podemos considerar como sublime y memorable. Si existe el cielo de los animales, sin lugar a duda debe ser muy parecido a este lugar.

LOS PRIMEROS PASOS DEL HOMBRE

La isla sobre la que vamos a pasear hoy, Floreana, está repleta de leyendas de lo más inverosímiles. Su historia más temprana se remonta al siglo XVIII. Entre 1780 a 1860 las islas se convirtieron en el destino de numerosos barcos balleneros ingleses y norteamericanos que junto con los cazadores de focas y tortugas fueron los responsables de la muerte de miles de animales.

La playa bautizada como Bahía del Correo se debe a la presencia de un barril de madera instalado para cumplir la función de buzón de correos. En ella se depositaban las cartas de las tripulaciones que recorrían el Pacífico para que las embarcaciones que regresaban a casa recogiesen el correo y lo enviasen a su destino. Hoy en día se ha tratado de conservar esta vieja tradición como un homenaje a tiempos pasados y cuando llegamos a la playa dejamos nuestras misivas para que otros compatriotas que residiesen en la ciudad de destino, las recogiesen y las entregasen en mano en nuestro nombre.

Pero la primera persona que habitó la isla Floreana fue Patrick Watkins, un marinero irlandés que se dedicaba atracar balleneros. La historia no se pone de acuerdo sobre si fue abandonado en la isla o saltó por la borda de su barco. En cualquier caso se convirtió en su primer habitante en el año 1807 y en ella habitó casi dos años. Se alimentaba de la fauna del lugar así como de las verduras y frutas que cultivaba entre las cenizas de lava. Con ellas realizaba trueques con los barcos visitantes al intercambiarlas por licor. Llegó incluso a capturar marineros que convertía en sus esclavos. Finalmente consiguió regresar al continente con algunos de los marineros que le servían.

Fue en el año 1832, años después de la Independencia y tras separarse de la Gran Colombia, cuando el gobierno ecuatoriano tomó posesión de las islas. Sin embargo, no sería hasta 1892, en el IV centenario del descubrimiento del Nuevo Continente, cuando se les bautizó oficialmente como el Archipiélago de Colón. Ese mismo año fue nombrado gobernador de la isla José de Villamil, promotor de la anexión, iniciando oficialmente la colonización de las Galápagos, cuyo objetivo era convertirlas en un penal como los británicos intentaban hacer con Australia. Desembarcó junto con 80 prisioneros, pero cinco años después se marchó decepcionado con la experiencia. De nuevo lo intentó José Valdizán, pero la tentativa acabó en tragedia cuando Valdizán fue asesinado por los propios trabajadores que trajo con él. No sería hasta principios del siglo XX cuando se probó de nuevo. Esta vez fueron los noruegos, animados por el cónsul ecuatoriano en Oslo, los que decidieron probar suerte, pero una vez más el intento se tornó en fracaso, hasta llegaron a construir una fabrica de pescado.

MISTERIOS SIN RESOLVER

Comenzamos ascender por una ladera sembrada de lava molida. Mario, nuestro naturalista, se descalza. Si esta mañana nos fundimos con las aguas del océano y sus asombrosos habitantes, ¿por qué ahora no íbamos a sentir en la piel de nuestros pies la lava y ceniza molida que configuran la piel de estas islas? Nos descalzamos y seguimos el sendero. Cuando llegamos a la laguna, los flamencos rosados que la pueblan están dispersos y a gran distancia de nuestra ubicación. Así pues, nos apostamos en el pequeño mirador habilitado para tales fines y esperamos. Mientras tanto, Mario comienza a relatarnos una de las leyendas más excéntricas de la insólita isla.

En los años 20 algunos alemanes decidieron probar fortuna en la isla. En 1929 el primero en atracar fue Friederich Ritter, un doctor de Berlín acompañado por su amante Dora Strauch. Durante tres años fueron los únicos habitantes de la isla y en contadas ocasiones recibían alguna que otra visita. En 1932, los alemanes Margaret y Heinz Wittmer junto con su hijo Harry fueron los siguientes en sumarse a la lista. Unos meses después una excéntrica baronesa austriaca, Eloise Wagner-Bosquet y sus dos amantes, Rudi Lorenz y Robert Philipson, los que completaron el grupo. Desde hacía millones de años el ciclo de la vida animal evolucionaba acorde con su propia naturaleza. El de los seres humanos también iba a desarrollarse acorde con nuestra propia naturaleza.

Sólo eran ocho personas que intentaban desarrollar su propia filosofía de vida. Friedrich Ritter, médico berlinés, había estudiado las primitivas islas del mundo durante años y eligió Floreana convencido que era el destino ideal. Su teoría consistía en lo siguiente, si vivía primitivamente y rechazaba todas las amenidades de la civilización, viviría para siempre. Junto con su amante, Dora, dejaron atrás sus acomodadas vidas y se dirigieron a esas islas perdidas en el Océano Pacífico. Se hicieron vegetarianos y se arrancaron los dientes sustituyéndolos por dos aparatos cortantes de acero para no tener "problemas dentales". Una vez asentados algunos yates recalaron en la isla y se hicieron eco de la extraña pareja. Esta publicidad fue el principio del fin.

Los siguientes en llegar fueron la familia Wittmer. Que no tardaron en considerar al doctor y Dora como sus enemigos. Pero faltaba el tercer grupo en discordia cuando llegó una excéntrica baronesa con sus tres amantes. Quería construir con el tiempo un hotel de lujo para millonarios, al menos eso fue lo que declaró al doctor y su compañera cuando los invitó a cenar para celebrar su llegada. Además de declararle a Dora que en la variedad está el gusto a la hora de relacionarse con los hombres. El amante ecuatoriano abandonó el archipiélago poco después y de los otros dos, Lorenz acabó transformándose en el criado de la baronesa mientras que Phillips se convirtió en el favorito.

En los años siguientes, Floreana fue escenario de misteriosas desapariciones. Un día, Eloise comentó a los Wittmer que estaba pensando en abandonar la isla con Phillips. Poco después desaparecieron, aunque nadie los vio abandonar Floreana. Hasta hoy, existen especulaciones acerca de su desaparición sin que la verdad haya sido descubierta. Rudi Lorenz vendió todas las posesiones de la baronesa a los Wittmer y se embarcó en un bote. Pero naufragó y murió de sed en la isla Marchena. A los cuatro días, el Dr. Ritter enfermó al comer carne de pollo envenenada... a pesar de ser vegetariano, hecho que levantó muchas sospechas al respecto. Después de la muerte del Dr. Ritter, Dora dejó Santa María y volvió a Alemania. Corría entonces el año 1934, no habían pasado nada más que cinco años y la pequeña “comunidad” quedó diezmada. Se cuenta que Dora murió como consecuencia de los bombardeos de Berlín durante la 2ª Guerra Mundial.

La familia Wittmer permaneció en la isla, pero Heinz murió ahogado poco después así como el hijo con el que llegaron de Alemania. La única que sobrevivió fue Margaret y los otros hijos que tuvo con su marido. Sus descendientes continúan viviendo en Floreana y cuentan con un próspero negocio de barcos de recreo.

Qué difícil fue la convivencia entre solo ocho personas y qué trágicos finales tuvieron. Afortunadamente, la naturaleza y los animales que habitan en ella se desarrollan a otro ritmo y con otras reglas. Mientras escuchábamos atónitos las historias que Mario nos relataba, los flamencos continuaron manteniendo las distancias. Parece que encontraron un manjar más suculento en otros rincones de la laguna que en el enclave donde estábamos apostados. Así pues, tras una hora de observación y con los fantasmas de los Ritter, los Wittmer y los pocos afortunados amantes de la baronesa pululando por nuestras cabezas nos fuimos alejando del lugar.

Con la panga nos acercamos a otra cala para subir hasta el llamado Mirador de la Baronesa. En él contemplamos la puesta de sol, comprobando cómo el sol es el director de escena de este impresionante espectáculo. Su ausencia cambia radicalmente el semblante de la isla cuando deja de ser iluminada por los luminosos rayos de su ardiente esfera. Los arbustos y árboles que la cubren estan desnudos, pero acariciados por el sol parecen menos afligidos que cuando éste les olvida dedicando sus último arrullos al titánico océano que nos rodea. El astro incandescente acabó sumergiéndose en el horizonte y ese preciso instante fue la señal para regresar a nuestra residencia flotante.

En el barco somos testigos de un documento inapreciable sobre las imágenes que un cineasta hollywoodense rodó en los años 30. Visitó la isla Floreana y trató de captar el testimonio fehaciente de la existencia de las extrañas parejas que habitaban la isla. Ponerles caras a los fantasmas del pasado nos permite humanizar las excéntricas leyendas que oímos a lo largo del día. Unos seres que trataron de romper con las reglas de la sociedad en la que vivían para experimentar una nueva forma de vida. Los resultados no fueron afortunados pero al menos lo intentaron. Al final, la propia naturaleza humana marcó el rumbo de los acontecimientos.

AL BORDE DE LA EXTINCIÓN

Pero... ¿dónde están los famosos animales que dan nombre a las islas? ¿Dónde están los galápagos, las insólitas tortugas gigantes? Afortunadamente, el hombre recobró la cordura y cambió el triste destino de convertirlas en comida hasta casi su total extinción. Será la isla de Santa Cruz el único lugar donde tendremos la posibilidad de contemplarlas.

Estos prehistóricos reptiles que durante miles de años habitaron las islas, que presentan una gran resistencia a la falta de agua y comida, tienen la suerte de poder vivir hasta casi 200 años han visto peligrada su existencia en tan sólo 100 años por la acción del hombre. Entre 1780 y 1860 fueron exterminadas por miles debido a la negligente acción del hombre. Cazadores de focas y barcos balleneros norteamericanos e ingleses las cazaban para, en un tiempo donde el escorbuto hacia estragos, les proporcionase carne fresca. De igual forma los piratas ingleses y holandeses que enredaban por estos lares, usaron las islas como refugios y a las tortugas como alimentos. Y entre unos y otros, de los más de 500.000 ejemplares que se calculan que existían en el siglo XVI... a mediados del siglo XX estaban al borde de la extinción. Pero hay un porvenir lleno de esperanza gracias a la encomiable labor que la Estación de Charles Darwin desarrolla en la isla Santa Cruz. Un programa de crianza en cautiverio ha permitido salvar a las tortugas gigantes a partir de especies que aún existían en la isla Española. Ahora se pueden contabilizar más de 10.000 galápagos disfrutando una vida de asueto y tranquilidad.

El primer testimonio que tenemos de la existencia de las islas fue en 1535 con fray Tomas de Berlanga, obispo de Panamá, que debido a las fuertes corrientes el navío en el cual viajaba se desvío de la ruta y acabó arribando a las islas casualmente. Al regreso de su accidentado viaje el obispo informó al rey Carlos V de España de las enormes tortugas con forma de silla de montar o “galápago” que se encontraban en el archipiélago.

En 1959 se creó la "Fundación Charles Darwin" para dedicarse a la investigación científica y proponer medidas de conservación de las islas, que fueron nombras Parque Nacional. La estación científica se inauguró en Santa Cruz en 1964. Y desde entonces se dedica en cuerpo y alma al estudio y preservación de la flora y fauna de la tierra y mar protegiendo la vida salvaje en su ambiente natural. Evitar la extinción de las tortugas gigantes, su emblema por antonomasia, ha sido su triunfo, gracias al centro de cría de tortugas donde son preparadas para su reintroducción en su hábitat natural. En 1978, las islas Galápagos fueron declaradas Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Durante los meses de diciembre a junio, tiempo durante el cual la tortuga marina verde del Pacífico desova, es posible participar como voluntario en el Centro de Investigación de Charles Darwin, para marcar los huevos y contar los nidos. Tan sólo con uno de los habitantes de la estación no se ha podido culminar uno de los sueños de la fundación y de todo aquel que llega a conocerle. El “Solitario Jorge” es un ejemplar de tortuga proveniente de la isla Pinta que se ha convertido en el único superviviente de su subespecie. Con casi 100 años y 200 kilos a cuestas, no ha prosperado ningún apareamiento con las decenas de hembras que le han presentado. Después de 40 años de intentos frustrados, el futuro del solitario Jorge parece estar abogado a la extinción sin que su especie pueda ser perpetuada. Pero nunca hay que perder la esperanza. Actualmente convive con dos hembras, a las que no presta demasiada atención, pero dada su longevidad, podría vivir 100 años más, quizás nuestros hijos o nietos pueden celebrar la buena nueva.

De la estación Charles Darwin nos dirigimos a la parte más elevada de la isla, donde la vegetación se hace cada vez más prolífica rodeándonos de un bosque lluvioso. Por el camino observamos señales de tráfico indicando precaución por la posibilidad de cruzarse por el camino con tortugas, y no tortugas cualquiera, tortugas gigantes. Y es que en estas montañas viven las tortugas en estado natural, comiendo apaciblemente, inmersas en pequeñas lagunas de barro e incluso con alguna pareja en plena labor reproductiva.

Los paseos por la isla son toda una lección en vivo de geología, como algunos han dado en llamar: un libro de geología abierto. El ejemplo más espectacular lo representan los túneles de lava. La vehemente hecatombe, que hace miles años allí se produjo, ha quedado perpetuada para la posteridad. En tiempos de erupción, cuando el flujo de lava de la superficie se solidificaba, la lava liquida interior seguía fluyendo formando túneles. La claridad del soleado día que disfrutábamos nos alumbraba la entrada del túnel. Como si fuera las fauces de una bestia a punto de devorarnos nos introdujimos asombrados por aquella prodigiosa formación. Esa profunda garganta, de más de 5 metros de altura por 3 metros de ancho, parecía no tener fin. Es asombroso recorrerlo tratando de imaginar el cataclismo natural que allí se desarrolló en los momentos de la erupción. Como tratando de salir del estómago de una gigantesca ballena, iniciamos el regreso sobre nuestros propios pasos. Iluminados por la tenue luz de una pequeña linterna nos dirigimos hacia las fauces de luz, que agrandándose nos indican que la salida está cerca. Otra caminata nos traslada a otra sugestiva formación: los falsos cráteres, unas profundas y descomunales hoyas. Debido al hundimiento de la lava acumulada sobre bolsa de gases, que al escapar produjeron un colapso, se originaron estas monumentales depresiones del terreno con aspecto de cráteres.

Y no debemos olvidar a los humanos, precisamente la isla de Santa Cruz es la isla donde existe el mayor asentamiento humano del archipiélago. Con una población de unos 4.500 habitantes, concentrado principalmente en Puerto Ayora, su capital, se dedican básicamente al turismo, la pesca y el cultivo. Entramos en su puerto sorteando las embarcaciones locales y de recreo que fondean en él. Nada mejor, tras recorrer la isla, que un buen almuerzo en el reputado hotel Finch Bay, donde el ceviche y una sabrosa barbacoa nos dejaron más que saciados. En las isla de Santa Cruz, San Cristóbal, Isabela, Floreana y Baltra, se hallan las zonas urbanas y rurales donde se encuentran los asentamientos humanos. Una colonia de 18.000 habitantes, que en cumplimiento de preceptos ecológicos, nada más ocupan el 3% de la superficie terrestre del archipiélago. El resto del territorio, es decir, el 97% restante, pertenece al Parque Nacional Galápagos.

MUNDOS REMOTOS DEL FIN DEL MUNDO

Durante la noche navegamos hacia la zona noreste del archipiélago galapagueño, concretamente a isla Genovesa. Esta pequeña isla, nacida de los restos de un gran cráter sumergido, es el edén de las aves. Las fragatas menores la han elegido como su lugar predilecto para instalar su hogar junto con sus vecinos, los primeros piqueros de patas rojas que conocemos.

Las aguas de las islas Fernandina e Isabela son propensas al avistamiento de ballenas y también de delfines. Es el único lugar del mundo donde existen ballenas justo por encima de la línea ecuatorial. Ello es debido a la corriente de Cromwell, que provoca que las aguas estén más frías, atrayendo a estos enormes cetáceos. De hecho, en el año 1992 las islas Galápagos fueron reconocidas como un santuario de ballenas. La ballena más avistada es la ballena de Bryde o rorcual tropical aunque también es posible ver las ballenas de esperma, que son las que esperábamos atisbar esta mañana temprano pero también se nos resistieron.

Los desembarcos que hoy vamos a efectuar se llevan a cabo sobre algunas de las islas más jóvenes del archipiélago galapagueño. En isla Fernandina se encuentra uno de los ocho volcanes que aún quedan en activo. Los otros seis están unidos formando la isla Isabela, nuestro segundo objetivo de la jornada de hoy.

En el mes de mayo del año 2.005 se produjo la última erupción en Fernandina. Como consecuencia de ello el perímetro de la isla sufrió un aumento considerable y sobre esa lava derramada y solidificada vamos a caminar esta mañana. El volcán comenzó derramar por sus laderas, desde sus 4.900 metros de altura, su soliviantada lava de forma atropellada, como ya lo había hecho otras veces. En una alocada carrera por alcanzar el cristalino océano arrasó todo lo que hallaba a su paso hasta que consiguió su objetivo, fundirse apasionadamente con el inmenso océano que consiguió aliviar y frenar su ardorosa y alocada huída de las entrañas de la tierra.

Deambular por la superficie de esta lava solidificada, que no hace mucho fue una masa incontrolable e incandescente, nos produjo un estimulante placer. El mar y el viento había jugado con ella, penetrando en cualquier pequeño resquicio para crear las formas más surrealistas y atormentadas que la naturaleza pueda ofrecer. Como colofón a este caprichoso paisaje las enormes iguanas marinas se multiplican por decenas y decenas sobre su suelo azabache tostado por el sol. Si no fuese por sus intermitentes expectoraciones, para expulsar la sal acumulada en su organismo, dan la sensación que un taxidermista las ha disecado a diestro y siniestro. Entre ellas, y rompiendo con la negrura del terreno y de sus moradores, decenas de cangrejos de un naranja rojizo intenso corretean nerviosos de un lugar para otro, a pesar de conocer que sus vecinas son estrictamente vegetarianas y, por tanto, no forman parte de su dieta.

Somos testigos de una empecinada batalla entre dos voluminosos machos iguanas que encontramos sobre la arena de la playa. Se habían enzarzado en una acalorada discusión territorial y así seguían una hora después, cuando regresamos por el mismo sendero. La nubosidad con la cual comenzamos el día se disipó por completo y a medida que avanzaban las horas el sol intensificaba su potencia. Las impasibles iguanas que llevaban horas tomando el sol comenzaban a sentir sus efectos e iniciaron las zambullidas en el mar para refrescarse o buscar la comida de su almuerzo. Nos encontramos ante ejemplares de iguanas marinas únicos en el mundo. Los machos, ajenos a todo, continúan inmersos en su interminable disputa.

Continuamos hacia la zona de los manglares y tras descalzarnos accedemos a una pequeña playa. Con la marea baja, podemos comprobar como algunas tortugas marinas quedan atrapadas en pozas hasta que la pleamar les devuelve de nuevo la libertad. Mientras tratamos de diferenciar por sus caparazones si se tratan de tortugas del Pacífico o tortugas Carey, una cría de lobo de mar, que había burlado la vigilancia de su madre mientras dormía la siesta, se acercó hasta nosotros. Nos olisquea mientras pasa sus bigotes por nuestras piernas y pies. Nosotros, inmóviles pero entusiasmados por su relajado y amistoso comportamiento, nos dejábamos hacer. Luego comenzó a chapotear en el agua para intentar jugar con nosotros pero... la consigna está clara. No podíamos tocarla.

Pero la isla da todavía para mucho más y los naturalistas nos muestran el anidamiento de los únicos cormoranes del mundo que no pueden volar. Debido a la abundancia de alimentos en el entorno se convirtieron en unos expertos nadadores y buceadores al tiempo que dejaron de usar sus alas. La evolución de su cuerpo les atrofió estos miembros hasta que perdieron su capacidad para volar. Un poco más alejado de las rocas de la playa, anidados sobre árboles enanos, los piqueros azules conforman una numerosa y laboriosa colonia.

El desembarco es isla Isabela se realiza en la caleta Tagus. Tampoco nos defrauda. Un ascenso bajo un sol a pleno rendimiento, por una sinuosa escalera de madera, hasta alcanzar el mirador natural desde donde apreciar la magnífica vista del cráter. Las aguas turquesas del lago interior del cráter brillan esplendorosas. Las lomas del cráter, cubiertas por las ramas blanquecinas de palo santo, ofrecen un semblante de una belleza abrumadora. Pero la isla Isabela cuenta con un inquilino de mayor magnitud y poderío: el volcán Wolf. Es el más alto de todas las islas, con sus imponentes 1.710 metros sobre el nivel del mar... seguro que algún día vuelve a hablar.

BAILANDO CON DELFINES

La jornada de hoy da la sensación que va a comenzar apaciblemente hasta que unos imprevistos visitantes se cruzan en nuestro camino. Cuando nos disponíamos a desembarcar en isla Santiago, uno de los naturalistas divisa una colonia de delfines. Ni cortos ni perezosos, los conductores de las pangas cambian el rumbo de las embarcaciones y comenzamos a acercarnos a ellos. Lo que a continuación vivimos fue sensacional. Las pangas se ponen a su altura y los mamíferos acuáticos nos aceptan como uno más de la manada. Hay decenas y todos saltan, hacen piruetas, incluso algunos casi se introducen en las pangas en sus delirantes saltos. Nos rebasan por debajo de las pangas, por los costados. Es tal el dinamismo y regocijo colectivo que hasta varios machos de lobos marinos se apuntaron a la fiesta brincando entre los amistosos cetáceos. Es tan emocionante que no nos percatamos que estábamos empapados hasta que los perdimos de vista. El sol y la brisa marina se encargarán de secarnos.

Probablemente, la isla Bartolomé cuenta con una de las imágenes más difundida de las islas Galápagos. Para disfrutar de esa vista debemos ascender los 372 empinados escalones que concluyen en un hechizante mirador. Un colmillo, que sobresale del mar, es el custodio de una lengua de arena que une varios conos volcánicos salpicados caprichosamente de vegetación y desolación. Los pequeños y tímidos pingüinos, que encontramos en las escolleras de lava de la isla Bartolomé, se erigen como el comité de despedida de esta prodigiosa y privilegiada fauna única en el mundo.

”Ha sido el acontecimiento más importante de mi existencia”. Con estas palabras resumió Darwin el impacto que le produjo su intensa vivencia. Sin duda alguna es una experiencia que permite reconciliarnos con la naturaleza y concienciarnos sobre la imperiosa e inaplazable necesidad de respetar nuestro valioso pero frágil medio ambiente. Después de la intensa vivencia que se experimenta navegando entre estas sorprendentes islas y sobre todo observando a sus confiados animales, uno tiene la sensación de haber palpado el paraíso. Un paraíso que se sigue palpitando y gestándose día a día.

En un momento tan crucial y susceptible como el que estamos viviendo, donde la incoherencia y el descontento mundial es la moneda de cambio, acercarnos a mundos tan apacibles y privilegiados, como en el que acabamos de sumergirnos, invade nuestras vidas como un soplo de aire fresco y de esperanza. Un baño estimulante que, tarde o temprano, todos deberíamos probar.

Nuestro más sincero agradecimiento a la tripulación del Isabela II y a Metropolitan Touring, sin cuya colaboración y extraordinaria logística no hubiese sido posible realizar esta etapa de la expedición.

Resto de crónicas de la ruta

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Vicente Plédel y Marián Ocaña son dos aventureros ceutíes con una prestigiosa trayectoria de rutas de exploración a través del mundo y entre los dos cubren todos los aspectos que requiere una expedición.